Por qué estoy de acuerdo en que se prohiban los refrescos

Publicado: 18 agosto 2020 a las 7:30 am

Categorías: Cuentos

Por: Roselena Yduñate García Beltrán

Muchos de ustedes saben de mi afición por mi trabajo y lo mucho que me gusta; así es, soy maestra, una poco convencional que acostumbra a llegar al aula y explotar de alegría al ver a sus alumnos, casi como si hubiera pasado un año sin verlos, casi como si fueran los sobrevivientes de un naufragio, casi como si yo recién llegara de una excursión solitaria en la luna y ellos fueran los primeros seres humanos que veo después de mucho tiempo.

Una vez aclarado este punto, debo platicarles que hace ya unos años, era yo una usuaria cotidiana del transporte público, tenía que tomar un camión, el metro y caminar algunas cuadras para llegar a la escuela. Y eso, en ocasiones, era sofocante. Casi siempre cargaba mi botella de agua y durante el trayecto, como beduino sediento, le daba algunos buenos sorbos. Excepto ese día, ese día la había dejado yo sobre la mesa de la casa, junto al florero y algunos libros.  Se quedó ahí olvidada, gritándome – ¡no me dejes! ¿no te das cuenta de que me necesitas?

La verdad nunca he sido muy asidua a regresar por un chantaje, así que ignoré los gritos de mi botella y me enfrenté al enorme desierto urbano, valerosa, sola, sin más hidratación que mi saliva.

Todo iba muy bien, hasta que me tocó un vagón de metro asquerosamente lleno de humanos, igual de desesperados que yo por un poco de aire, por una tenue brisa, que perseguíamos de tanto en tanto cada parada.

Cuando por fin llegó la hora de desprenderme de esa masa gelatinosa de humanos sin rostro, salí del vagón con muchos trabajos, para recuperar mi individualidad. Me sentí no solo aliviada, sino también abrumada, por una sed terrible, mi garganta seca, hacía que la poca saliva que tragaba se sintiera como una cascada de arena.  Malamente para mi destino, al llegar al refrigerador de la tienda, el antojo transmutó de agua a una helada lata de refresco de cola que me sedujo con elocuente sudor.

En fin, como sabrán, cuando uno acaba de desprenderse de la masa, aún conserva un poco de ese rasgo de anonimato e irreflexión. Sin más compré mi lata de refresco, y justo en el momento me di cuenta de que ya estaba muy cerca la hora de que iniciara mi clase. Así que muy feliz, comencé a caminar. Esto es importante porque la felicidad, me hace caminar de brinquitos, a pasos rápidos y agitados, es prácticamente un baile saltarín de prisas, que me acercan a los lugares y las personas que me gusta ver.

Llegué con muy buen tiempo, vaya que sí y me encontré a un querido colega, que siempre me recordó a “Igor” de Winnie Poo, siempre melancólico, sempiterno, muy arreglado, de traje. Sentado, esperando pacientemente en la cafetería, que llegara el cambio de clase. Yo lo vi y me alegre mucho, porque como ya he aclarado en líneas atrás, siempre me alegro mucho de ver a las personas que conozco y me senté a su lado y entonces recordé mi lata de refresco de cola helada dentro de una  bolsita, pero desgraciada o afortunadamente,  ese día traía yo  unas largas uñas  y la “lengüeta” de la lata se veía amenazadora , entonces titubee y mi amigo me miró con su seriedad acostumbrada y me espeto -¿qué pasa Roselena, no te la vas a tomar?

-Es que no la puedo abrir- contesté, como si me hubiera convertido en una pequeñita de cuatro inocentes años. Mi amigo, en un gesto amable y caballeroso, tomó en sus manos mi lata y con decisión la abrió…. En ese instante recordé que había caminado brincando, corriendo y agitando con toda mi alma la lata y en ese momento, en un segundo, pude ver la tragedia que se avecinaba. Esa lata estalló como una gloriosa fuente de cola negra, que se elevó magistral por los aires en potente chorro. Y como bautizo reconciliador, bañó a mi amigo, en toda su humanidad. Un segundo, todo se paralizó, me quedé estupefacta, él, mojado hasta los chones.  Y entonces …

Una persona normal se hubiera disculpado, una persona normal, se hubiera apenado, una persona normal hubiera sentido un poco de remordimiento en su conciencia. Pero he nacido carente de normalidad, así que me solté la carcajada, antes de que las buenas enseñanzas de mi madre y la prudencia de mi padre pudieran detenerme. Al remordimiento le ganó la risa, porque para mi ese fue el espectáculo más feliz del día.  Caray, nunca creí que una lata de cola fuera portadora de tanta felicidad. Muerta de la risa, corrí por servilletas y traté de secar a mi empapado amigo inútilmente. Él, tieso, tieso, como ratón mojado, sin mover una pestaña, sin decir una palabra me miró sorprendido, y entonces abrió la boca para decirme algo, pero me adelanté -No te preocupes amigo luego me compras otra lata….

Fuente: 

Roselena Yduñate García Beltrán-Sarraute Educación