Publicado: 5 octubre 2020 a las 8:00 am
Categorías: Arte y cultura / Literatura
Los autores han formado un tándem de biógrafos muy reconocido en su campo. Ya en 1989 recibieron su primer Premio Pulitzer por la biografía del pintor abstracto norteamericano Jackson Pollock y la obra que aquí estamos comentando les valió su segundo Pulitzer.
Esta es la última gran biografía publicada sobre el pintor de los Girasoles que viene a sumarse a muchos otros estudios, que desde principios del siglo XX, han intentado acercarse a la personalidad de Vincent Van Gogh. Desde La folie de Vincent Van Gogh de Victor Doiteau (1928), pasado por History of Post-Impressionism: From van Gogh to Gauguin (1956) de John Rewald, hasta ensayos más recientes como los de Robert Hughes.
La biografía Van Gogh: La vida es fruto de 10 años de investigación que los autores realizaron teniendo un acceso privilegiado a los archivos y a los especialistas del Museo Van Gogh de Amsterdam. Esto les ha permitido escribir una biografía singularmente exhaustiva y en la que dedican especial atención a explicar el impacto psicológico que los avatares de la vida de Vincent tuvieron en su personalidad y en su obra.
Los autores describen con profundidad la historia y el entorno familiar en el que nacieron los hermanos Van Gogh (pues la historia de uno no se puede contar sin el otro) o el carácter psicológico que desde muy pronto definió al pequeño Vincent: apasionado de la naturaleza y de la soledad (quizá lo que hoy día conocemos como una personalidad introvertida) al tiempo que adorador de la unidad familiar. Al menos así fue hasta que a la edad de 11 años es separado del hogar por sus padres, que le enviaron a un internado. Vincent siempre tuvo nostalgia de la vida familiar de su infancia y de los brezales de brabante, a los que nunca consiguió regresar plenamente.
Este es el destino impuesto por sus padres al que intenta adaptarse. Tras cuatro años en los dos internados en los que estuvo, en ocasiones siendo un alumno competente pero en otras un joven hastiado, de ser un alumno que por su rebeldía no terminó la educación secundaria, su padre decide enviarle a trabajar a la empresa Goupil & Co. dedicada a la venta de arte en la que su hermano –el tío de Vincent– era socio.
Allí su pasión por la observación, la del observador introvertido que mira entre candilejas como en algún momento llegó a decir, pareció encontrar por un tiempo un lugar en el que desarrollarse. Desde los 15 a los 20 años trabajó en la oficina de Goupil en La Haya viviendo un periodo de relativa tranquilidad. Pero su naturaleza inadaptada, su rebeldía ante lo que contrariaba sus sentimientos y convicciones, se hizo patente y nunca más dejó de crecer hasta el momento de su muerte a los 37 años.
Esa creciente hostilidad se manifestó primero contra su trabajo, en el que veía un arte sin pasión y sin sentimiento propio de una burguesía interesada únicamente en distinguirse socialmente a través del gusto imperante y en mantener los convencionalismos de clase. No era capaz de tolerar la deferencia social debida a los clientes o a sus jefes. Y sus deseos más íntimos de compañía y aceptación humana tampoco se vieron satisfechos. Después de su primer intento de tener una relación amorosa, frustrada por su impaciencia y su falta de tacto social, se decidió a frecuentar los barrios rojos, consciente de su naturaleza sucedánea pero incapaz de dar respuesta de otro modo a su deseo.
Este cúmulo de circunstancias terminó obligando a su tío y a sus jefes a tomar la decisión de enviarle lejos, a la sede de la empresa en Londres, donde pudiera crear menos problemas. Vincent vivió un nuevo exilio, después de su paso por los internados y por la ciudad de La Haya. Esta vez fuera de su país, en la extraña Inglaterra, sintiendo de modo aún más fuerte la nostalgia de su infancia y donde se fraguó el segundo acto de su vida en el que aún no se entregaría al arte sino a la religión. Mientras estuvo destinado en la capital británica, y después, durante un breve periodo de tiempo en París, todo en lo que podía pensar Vincent era en la religión, en volver a estar cerca –de algún modo– de su padre, el párroco Theodorus Van Gogh, y en los efectos salvíficos de la religión en la que había sido educado.
A los 23 años es despedido de Goupil & Co. por falta de disciplina, tras pasar 8 años trabajando en el comercio de arte, y se decide por seguir el camino religioso. Intentará superar los exámenes de ingreso en la Facultad de Teología pero fracasará y se conformará por un tiempo con ser misionero y catequista –los escalones más bajos de la profesión eclesiástica, que su padres consideraron una degradación de clase social. Guiado por su fervor y por su necesidad de estar cerca de la austeridad y el sufrimiento, decide irse a predicar hasta la tierra negra del Borinage belga, una región minera que perfectamente casa con el retrato realista hecho por Émile Zola en Germinal.
Allí se acercará por primera vez a los abismos de la locura hasta abrazar, a modo de precaria salvación, el arte, esta vez ya como artista en formación. Antes de eso, vivirá en el Borinage como un trasunto de Diógenes y de fraile franciscano y será internado por su padre en un manicomio del que escapará para volver a la tierra negra. Será entonces, cuando su hermano Theo, harto del sufrimiento y la vergüenza que Vincent estaba causando a su familia y en especial a sus padres, le recomienda que se dedique al arte para calmar su psique. Desde entonces y hasta su muerte Theo no dejará de darle constante apoyo económico.
Vincent nunca se sentirá confiado ni dueño de sí mismo. Volcará toda su pasión, toda su sensibilidad y sus deseos de reconciliación con el mundo y consigo mismo en el camino del artista, en el que su hermano quedará asimismo inseparablemente unido.
Diez años de lucha apasionada y dolorosa contra sus limitaciones y contra su entorno, que podemos conocer gracias magnífica biografía de Naifeh y White-Smith. Diez años que van desde el verano de 1880 hasta su muerte en verano de 1890. Y especialmente en los 30 meses, definitivos en la producción de su obra, que transcurren desde su llegada al Sur a la ciudad de Arlés, huyendo de la confrontación con su hermano y del ambiente competitivo de París, donde buscaba encontrar un cambio al fracaso comercial que hasta el momento había supuesto su trayectoria.
Hasta aquí, podemos comprender los primeros 28 años de vida de Vincent y descubrir un ser observador, introvertido, que se sentía tranquilizado en la naturaleza pero también solo. Que anhelaba con nostalgia su infancia, la compañía de amigos que rara vez experimentó y la complicidad femenina que nunca tuvo. Un ser rebelde y cada vez más inadaptado, que bajó hasta los abismos para encontrar una salvación en su apasionada y tortuosa dedicación al dibujo y a la pintura, sin poder evitar recaer nuevamente en estas profundidades pero dejando a su paso una obra que se ha convertido en una historia única y extrema de arte y vida.
Aunque es el desarrollo de estos últimos años lo que más interesa a la historia del arte, no podríamos comprenderlos sin conocer los factores formativos que incidieron en el desarrollo psicológico y creativo de Vincent. Y tampoco entenderíamos adecuadamente una de las fuentes por las que tenemos un conocimiento tan exhaustivo de su biografía: las célebres cartas que durante años envió a su hermano Theo.
El pequeño Vincent fue hijo del párroco protestante Theodorus Van Gogh y nació en 1853 en Zundert, un pequeño pueblo de los Países Bajos, en la provincia de Brabante, una región agrícola mayormente poblada por labradores que luego se convertirían una imagen simbólica muy presente para él. Vincent adoraba los brezales entre los que se crió, y desde que pudo hacerlo, con sensibilidad de naturalista, se acostumbró a dar largos y solitarios paseos por los campos de las afueras del pueblo. Durante toda su vida su familia ejerció una gran influencia sobre sus circunstancias. En primer orden educativa y sentimentalmente: el interés por el arte, por la lectura, las exigencias de cierta actitud de clase contra la que siempre se reveló, su admiración por la figura de su padre y su devoción por la de su madre. A pesar de ello, o precisamente por ello, su carácter le llevó a enemistarse con casi todos sus parientes, cada vez de forma más profunda con el paso de los años. Sólo su hermano Theo le animó y le apoyó en su carrera artística, tolerando su tumultuoso carácter.
Todo cambió a los 11 años. Los intentos del matrimonio Van Gogh de educar a su hijo en casa fueron infructuosos y decidieron enviar al pequeño Vincent al Colegio Provily. Este fue el comienzo de un exilio que duraría toda su vida. En muchos momentos de su vida deseó volver pero cuando lo hizo sentía rechazo de su familia, que constantemente le comparaba negativamente frente a su hermano, que si había sido capaz de lograrse un futuro sustituyendo su lugar:
Lo que definió la infancia de Vincent Van Gogh fue la soledad. «Mi juventud fue triste, fría y estéril», escribiría después. Cada vez más alienado de sus padres, hermanos e incluso de sus compañeros de clase y de Theo, buscaba con mayor frecuencia el bálsamo de la naturaleza, proclamando con sus ausencias lo que nunca diría en palabras: «Voy a refrescarme, a rejuvenecerme en la naturaleza».
En 1868, semanas antes de su decimoquinto cumpleaños, Vincent decidió regresar a casa por su cuenta sin haber terminando el curso ni su educación secundaria. Meses después su padre volvió a enviar a su hijo lejos de casa, a la ciudad de La Haya, esta vez para entrar a trabajar como aprendiz de oficinista en Goupil & Cie., la empresa dedicada a la comercialización de material de arte y reproducciones artísticas en las que su tío Cent era socio. Se inicia aquí un periodo de 8 años en los que, descubrió con emoción y entusiasmo el arte, la pintura y el dibujo, en los que parecía que Vincent había encontrado su lugar, pero poco a poco su escasa sociabilidad, su reticencia a integrarse en las costumbres y los códigos de su clase social, su dificultad para encontrar pareja, y su tendencia a frecuentar prostitutas, le fueron creando problemas. Como castigo, primero le alejaron aún más de su hogar, enviándole a las sedes de Londres, después a París, para ser finalmente despedido a los 23 años con vergüenza y oprobio de su familia.
En esa fecha se inicia un periodo de transición en la vida de Van Gogh, en el que por fin, empieza a seguir sus propios deseos, aunque de forma contradictoria e incierta, siempre temeroso de conseguir sus metas. Durante sus años en Inglaterra había prendido en él otra vocación que eclipsaría durante algunos años su interés por el arte: la vocación religiosa. Sin duda en ello había motivos de nostalgia, un deseo de emular al padre y de expresión de su propia angustia vital. Pero de nuevo aquí, la interpretación que Vincent hizo de la religión estaba profundamente reñida con la que tenían sus padres. Principalmente fue en contra de las exigencias de clase de su familia. Llegar a ser predicador como su padre exigía realizar los estudios de Teología durante varios años, lo que resultaba dudoso para un estudiante que ni había terminado la secundaria.
Entre los 25 y los 28 años persiguió esta aparente vocación, podemos pensar ahora, por razones equivocadas. Se dejó llevar por obsesiones personales en lugar de buscar una integración de sus preocupaciones en el contexto social que le rodeaba. Sin duda gracias a esto llegó a ser el Vincent que conocemos hoy. El ser que encontró en el arte su vocación vital definitiva pero también el que sólo supo seguir adelante luchando frenéticamente contra sí mismo, contra sus limitaciones y contra la respuesta de los demás.
Tras pasar un breve periodo en Amsterdam intentando seguir el camino que su familia esperaba preparando los exámenes de entrada a los estudios religiosos, su camino le llevó a la tierra negra, una región minera al sur de Bélgica para trabajar sin más como predicador y catequista.
Nada más llegar comenzó las clases de catequesis para los niños de la congregación. Les leía la Biblia, cantaban himnos y por la tarde visitaba a los enfermos. Se sentía intensamente inclinado a ser uno más junto a ellos, quería sentir sus mismas dificultades, pero esto no fue suficiente:
Al principio acudían muchos a escuchar los sermones que predicaba en francés, pero la asistencia disminuyó rápidamente. «Como no tengo ni el carácter ni el temperamento de un minero», decía Vincent, «nunca me llevaré bien con ellos ni me ganaré su confianza».
Empezó a comportarse de un modo extraño a los ojos de todos los feligreses de la comunidad, quería unirse a su miseria, demostrar que el también podía pasar por esos sufrimientos:
Vincent tenía la idea de que los mineros eran héroes cristianos y no admitía el victimismo. La miseria de éstos, como la suya, los acercaba a Dios. Necesitaban a Thomas Kempis, no a Karl Marx. No los exhortaba a rebelarse, sino a celebrar su sufrimiento, a regocijarse en la pesadumbre.
Quiso materializar este sufrimiento abandonado su habitación e instalándose en una choza:
Colgó sus grabados de las paredes de la choza y se fue sumergiendo más y más en su mundo privado, ayudando a los enfermos y heridos todos los días. Leía, fumaba y estudiaba la Biblia, también subrayaba su libro de salmos en las horas nocturnas. (…) [Algunos] miembros de la congregación consideraban que la choza era indigna de un predicador y se quejaban de la «folie religieuse» de Vincent. Éste se defendía citando a Kempis: «El Señor no tenía donde reposar su cabeza», pero sus acusadores lo consideraron una blasfemia.
Estos comportamientos llegaron al conocimiento de su padre que viajó al Borinage para hacerle entrar en razón, aunque en vano, pues la testarudez de su hijo lo hacía imposible. Vincent continuó comportándose así:
En cuanto su padre se fue del Borinage, Vincent retomó su fantástica y desafiante misión. En lo que un testigo calificara de «autosacrificio frenético» regaló la mayoría de su ropa, el poco dinero que había ganado y hasta el reloj de plata que ya quiso dar en otra ocasión. Usó su ropa interior para hacer vendas. (…) Dejó de asearse y calificó al jabón de «lujo pecaminoso». Pasaba cada vez más tiempo con los enfermos y heridos y se declaró dispuesto a «hacer cualquier sacrificio para aliviar sus sufrimientos».
Mantuvo su actitud durante un año más, hasta que inició un viaje a pie recorriendo más de 200 kilómetros, un nuevo peregrinaje sin un claro destino, que recordaba al que ya había realizado en su juventud, cuando abandonó el colegio y sus estudios para regresar a casa también caminando. Este viaje casi le mata. Finalmente Dorus tuvo que intervenir, no sólo con palabras:
Tras años de «desesperarse» por el futuro de Vincent, de calificarlo de «la cruz que nos ha tocado», Dorus había decidido tomar cartas en el asunto. Había decidido internar a su hijo en un hospital mental.
Sin embargo esto no fue suficiente:
En algún momento de esa primavera, Vincent, furioso, volvió a marcharse de Etten. Dijo a sus padres que «no quería saber nada más de ellos» y volvió al lugar de su perdición, el Borinage. Puede que intentara escapar al internamiento o quizá fuera la exigencia de su padre de que se quedara la que le hizo partir. Estaba convencido de que Dorus quería mantenerle oculto para que no arrojara más vergüenza sobre la familia.
Desde la tierra negra, retomó el contacto con su hermano, después de más de un año de silencio. Desesperado, le escribió pidiendo ayuda:
He estado en silencio durante mucho tiempo. Ahora he llegado a una especie de impasse, tengo problemas, ¿qué puedo hacer?.
Su querido hermano Theo, teniendo muy presente todo el sufrimiento que Vincent había causado a sus padres, intervino de forma decisiva en su futuro:
Theo le dijo que retomara el dibujo como una forma de «artesanía», una ocupación saludable que mantendría ocupadas su mente y sus manos, evitando que se obsesionara con los problemas y ayudándole a vincularse al mundo. Le sugirió que podía vender sus mapas, esbozos y acuarelas para mantenerse.
Al principio despreció la idea, pero después, no pudo alejarse de una actividad que le calmaba y recuperaba sus viejas dotes de observador:
Vincent había descubierto nuevos placeres en el dibujo. Tras meses de recibir insultos y burlas en público, podía salir con un bloc de dibujo, en vez de con una Biblia, y pintar sin que nadie le molestara. «Dibujó mujeres recogiendo carbón», recordaría un vecino, «pero no le daba ninguna importancia. Nosotros tampoco se la dábamos». A un hombre que siempre anhelaba compañía humana, la oportunidad de observar tranquilamente a los demás tuvo que resultarle fascinante. La posibilidad de controlar un encuentro social, reclutando modelos que posaran para él, tenía un efecto narcótico. En pocas semanas había empezado a buscar «modelos con carácter… hombres y mujeres».
A pesar del largo camino de creación artística que tenía por delante, en el que libraría tremendas batallas contra sí mismo y contra los demás, Vincent por fin había llegado a la senda de su verdadera vocación. Aquello por lo que hoy le recordamos asombro por los enrevesados caminos por los que transcurrió su vida.
Su expresión artística y su técnica serían muy poco académica, se encontraría muy lejos de la perfección a la que otros aspiraban, pero estuvo profundamente inspirada de carácter y de intensidad emocional. El abrazo del dibujo, que antes ya estaba presente en sus cartas de un modo casual y como resguardo de su memoria, fue el comienzo tardío de esta lucha, aún más ardua que la anterior y que también le llevaría la locura:
Trabajaba mientras había luz, pero, cuando el tiempo lo permitía, prefería salir al jardín. Dijo haber hecho ciento veinte dibujos en una quincena. «Mi mano y mi mente están cada día más ágiles y fuertes», decía. Afirmaba que los ejercicios eran «difíciles» y «sumamente aburridos», pero no quería rebajar el ritmo. «Si dejo de buscar, me deprimiré y estaré perdido», escribía. «Es lo que creo, debo seguir, seguir, venga lo que venga», dijo a Theo, «un gran fuego» ardía en su interior.
Su hermano Theo no sólo le animó por esta salida sino que le apoyó económicamente en toda su trayectoria. Lo hizo –aunque con reticencias cuando Vincent no escuchaba consejos– no sólo como un deber familiar sino como un reconocimiento de sus propios deseos frustrados, que estaban relacionados tanto con las relaciones amorosas como con su propia vocación artística.
La decisiva intervención de Theo que llevó a Vincent definitivamente hacia el arte tuvo lugar en el verano de 1880, cuando uno y otro contaban con 23 y 27 años respectivamente. Vincent primero regresó a Bruselas, donde intentó desarrollar fallidamente estudios en la Academia y donde trabó amistad con otros pintores. En La Haya intentó acercarse a su famoso primo, el exitoso pintor Anton Mauve, pero su carácter fue incompatible. Durante un tiempo convivió con Sien Hornik, una prostituta a la que había conocido en su búsqueda de modelos. Sien despertaba en Vincent sentimientos de compasión:
Una prostituta vieja y madre, como Sien, tocaba todos estos talismanes de la piedad. «Mi pobre, débil, maltratada, pequeña esposa», la llamaba. «Una criatura infeliz, olvidada y sola». No ayudarla sería «monstruoso», protestaba, «tiene algo de sublime para mí».
Estar a su lado fue lo más cerca que estuvo de formar una familia y se sospecha que el hijo que ella tuvo pudo haber sido suyo. Durante un tiempo convivieron y él la ayudó económicamente. Ella también fue su primera motivación para adentrarse en el terreno del retrato:
Fue haciendo un dibujo tras otro de Sien con arreglo a su tipología personal. La dibujó como el «animal desnudo y desgarrado» de Tristeza; como una joven viuda vestida de negro y perdida en la melancolía; como una matrona cosiendo serenamente la ropa de su familia. (…) Estos dibujos a lápiz y carboncillo son toscos, pero en conjunto representan las primeras incursiones de Vincent en el arte del retrato; el primero de los muchos intentos que haría en los años venideros y que, al igual que estos retratos, revelarían mucho más del artista y su mundo interior que del modelo o del mundo real.
Es importante remarcar esta última observación que Naifeh y White Smith hacen sobre sobre la técnica y el mundo interior de Vincent. Entendemos que la fuerza de sus obras viene de la singularidad de su vida y de su carácter. Y es esta la razón por la que en su momento su obra no triunfó comercialmente, su carácter y su perspectiva vital eran demasiado singulares, sus obras no se asemejaban a nada que se hubiera visto hasta entonces y reflejaban su mundo interior más que las referencias estéticas asumidas por otras. Intentó integrarse en ciertos movimientos artísticos, como hizo con el cloisismo y sus amistades con pintores como Bernard, Gauguin y otros, pero siempre desde las particulares circunstancias que marcaron su vida.
Como no podía ser de otra forma, la relación con Sien Hornik supuso un nuevo frente de disputa con su familia y también con su hermano, que comprendía que no había futuro para Vincent por este camino y que era consciente de la vergüenza que esto suponía para su familia. Theo obligó a Vincent que eligiera entre Sien y su apoyo, con lo que vio obligado a optar por lo último. También le pidió que trabajara el paisaje en color, como un género que se pudiera vender, le recomendó que siguiera el ejemplo de los impresionistas. Aunque en ciertos momentos siguió el consejo de Theo (por ello abandonó La Haya y pasó tres meses en la provincia de Drenthe dedicado a pintar paisajes), seguía resistiéndose a dejar de perseguir sus propios impulsos. Esto le llevó a regresar al pueblo donde en esta época se encontraba destinado su padre, especialmente contra el criterio de su hermano, que se temía nuevos conflictos familiares. Y no estaba equivocado, en medio de constantes disputas y de incomodidad familiar, Dorus Van Gogh falleció en marzo de 1885. El día de su entierro, Theo se mantuvo junto a su madre pero Vincent, quizá por vergüenza que le provocan las viejas desdichas, se mantuvo en la sombra. Ese día coincidió con el 32 cumpleaños de Vincent:
Muchos habían asistido a las disputas, otros habían oído hablar de las peleas en el estudio de Dorus y los exasperados gritos del padre: «No puedo soportarlo», «me está matando», «serás la causa de mi muerte».
Pero Vincent estaba muy ocupado como para mantener el duelo. Theo había le había prometido enviar uno de sus cuadros al Salón de París y se volcó sobre este objetivo.
La idea tras Los comedores de patatas había surgido poco tiempo antes del fallecimiento de su padre. Vincent visitaba por esa época con frecuencia la casa y a la familia de Gordina de Groot, una campesina del pueblo. En esta obra volcó los temas y motivaciones que habían dominado sus dibujos de los últimos años. En él observamos a la familia de campesinos que cenan a la luz del candil, para lo que utilizó una paleta de colores terrosos y uniformes:
Su temperamento extremo y su retórica le habían alejado del curso que se trazara originalmente cinco años atrás en el Borinage, cuando el arte parecía el único punto de reentrada al mundo burgués del que había sido expulsado. Pero su febril defensa le había llevado a una playa distante y desconocida: un lugar sin «auténtico» color o líneas; un lugar donde los tonos desentonaban y los objetos tomaban forma ignorando la estrechez de miras de la naturaleza.
Esta que es su primera gran obra y una obra de un arte nuevo, surgió –en medio de la fatal muerte de su padre– como una lucha a favor y en contra de todos sus deseos y dudas del pasado. También estuvo relacionada con la causa definitiva y permanente de su alejamiento de la casa parroquial, en el que siguieron viviendo su madre y sus hermanas. Un nuevo escándalo sexual (supuestamente había dejado embarazada a Gordina. El impulso que le habían dado sus últimas visitas al Rijksmuseum de Amsterdam y la inspiración de la obra de Rembrandt lo cambió todo:
«Lo que más me llamó la atención cuando volví a ver las obras de los grandes maestros holandeses», escribió, «es que la mayoría se habían pintado deprisa: estos grandes maestros… acababan rápidamente, al “premier coup” [primer golpe] de pincel, sin retocar tanto».
De allí se fue a Amberes con una confianza renovada en sus capacidades y esperando sostener su independencia con obras vendibles:
«No sé lo que haré ni cómo me irá», escribió cuando dejó Nuenen, Brabante y Holanda por última vez. «Pero espero no olvidar las lecciones que estoy aprendiendo estos días: busco una pincelada, en la que pones absolutamente todo tu espíritu, todo tu ser».
Los primeros años de aprendizaje artístico en los que sólo se sentía cómodo con el dibujo, en los que necesitaba de lentos y minuciosos procesos de elaboración, empezaban a dar paso a una creación más ágil y directa:
En Amberes Vincent bebió cerveza e hizo la proverbial visita a las prostitutas que hacían todos los exiliados y vagabundos que pasaban por ahí, dividido entre visiones de nuevos comienzos y los deseos de volver a casa. Se presentó a los camareros como un «barquero», un marino de interior. Ahí estaba, sentado junto a otros marineros, al final de la barra, en el borde de un sofá de burdel o junto a la pista de baile, donde giraban las parejas. Pintarrajeaba en un bloc de dibujo de tamaño bolsillo y captaba cualquier destello que podía; dibujos hechos a la velocidad del relámpago que escondía en su regazo, realizados con el acompañamiento de un polvoriento órgano de sala de baile. Dibujó a los espectadores gritando y cantando desde el balcón y a las criadas bailando juntas, dando vueltas en pareja.
Theo seguía teniendo muchas dudas sobre los éxitos que podía cosechar su hermano en esta ciudad. Las enfermedades de transmisión sexual perjudicaron gravemente la salud de Vincent y también fueron la causa de la muerte prematura de Theo, apenas 6 meses después de la de su hermano. Aunque no fuera de su agrado, en el pasado Theo le había pedido a su hermano que fuera a París, para ahorrar gastos y para vigilarle. Varias veces había rechazado este ofrecimiento y en ese momento a Theo no le convenía, por lo que le pidió que regresara a la casa parroquial. No le hizo caso y Vincent, que estaba iniciando su definitivo hacia el sur, se presentó en París:
No te enfades conmigo por aparecer de la nada. Lo he pensado mucho y estoy seguro de que así vamos a ganar tiempo. Estaré en el Louvre a partir del mediodía, o antes si quieres (…) Ven lo más pronto posible.
Vincent pasó cuatro años en Francia desde 1886, marcados por su llegada a París, su viaje al sur de Francia y su muerte en la localidad cercana a la capital francesa de Auvers-sur-Oise a la edad de 37 años. Cuatro años en los que primero intentó nuevamente integrarse en los círculos artísticos y académicos, empezando por su paso por el estudio de Fernand Cormon, donde compartió prácticas con Lautrec y otros con los que nunca llegó a llevarse bien. Allí pasó 3 meses que pretendían a ser 3 años. Trabó un poco más de amistad con el exótico australiano John Peter Russell sin llegar a ser nunca amigos. Vincent seguía sin tener claro hacia donde tenía que llevar su arte, sin saber qué podía hacer para vender y ganarse la vida por si mismo.
Su paso por los estudios donde se practicaba habitualmente la pintura de desnudos despertó en él su vieja obsesión por el sexo pero no consiguió que modelo alguna posara para él en solitario. Tras numerosas frustraciones en este campo se concentró en la segunda de sus obsesiones que le había llevado a París, el color. Continuó aplicando un prisma de violentos contrastes, en los que se inspiraba en Delacroix. Es entonces, cuando por motivos retóricos y comerciales, empieza pintar flores.
Los esperados problemas de convivencia con su hermano iban en aumento por lo que Vincent quiso hacer un enésimo esfuerzo de pacificación ante el que era mayor apoyo: intentó adoptar el estilo de los impresionistas. Durante toda la primavera y el verano, empezó a dar largos paseos hasta llegar a las lejanas riberas del Sena. Esto supuso un respiro para su hermano Theo. Los días fríos pintaba autorretratos. En mayo Theo dijo haber hecho las paces con su hermano pero la oscilante relación siempre parecía abocada a una nueva crisis. Estaba decidido a proponer matrimonio a Johanna Bonger, hija de un agente de seguros de Amsterdam, lo que sumió a Vincent en el miedo y el desamparo, en su propia nostalgia del amor y familia. En su desesperación, durante esta época buscó una relación con Agostina Segatori, una antigua modelo de Degas y Corot, propietaria del bar en la que expuso algunos cuadros. La cortejó con cuadros de flores sin ninguna respuesta:
«Estos años atrás», se lamentaba, «cuando debí haberme enamorado, me entregué a asuntos socialistas y religiosos y consideraba el arte más sagrado de lo que lo considero hoy». Intentando bucear en las verdades de la vida se preguntaba si «la gente que se enamora es más santa que la que sacrifica su corazón a una idea».
La idea del suicidio se volvió a cruzar en su cabeza y fue en este momento cuando empezó a pintar los girasoles. Los retrataba situándose muy cerca de ellos, para captar con toda la precisión y expresividad de la que era capaz, todos sus detalles. Para alivio temporal de Vincent, Theo regresó de Amsterdam con la negativa de Johanna Bonger, decidido a a cuidar el vínculo fraternal con su hermano. Salieron juntos al teatro, fueron a los cafés, compartieron un mismo médico que trató sus enfermedades.
Y en ese momento, cuando las tendencias artísticas cambiaron, la posición de Theo se vio favorecida. Sus jefes en la galería Goupil le encargaron que se ocupara decidir las compras del nuevo arte y habilitaron un nuevo espacio, el discreto entresol para tal fin. Theo realizó una gran compra de cuadros de Monet, que abandonó al marchante que antes había lanzado su carrera. A pesar de que nunca pudo aprovechar esta posición para favorecer a su hermano, recurría a él y a sus grandes conocimientos artísticos para rastrear las propuestas de los nuevos artistas. Estos también sabían que a través de Vincent, al que podían tratar de igual a igual, tenían opciones para contactar con su hermano Theo. Durante este tiempo la pareja de hermanos sobresalió en el mundo del arte emergente parisino.
Vincent siguió pintando autorretratos en los que se presentaba como moderno pintor y marchante ambicioso. Nombres como los de Pissarro, que necesitaba relanzar su carrera, se acercaban a él. Bernard, Anquetin, Lautrec, y otros, que antes le habían ignorado, ahora se mostraban más interesados en frecuentar su amistad. En un último esfuerzo de tener algún éxito en París, organizó por su cuenta una exposición, en la que quería invitar a otros artistas. Muchos declinaron la oferta y la exposición, aunque se realizó en el restaurante Grand-Bouillon, supuso un nuevo fracaso. Uno de sus visitantes, el recién llegado de los mares del sur, Paul Gauguin, volvería a su vida algún tiempo después.
Vincent pintó poco durante esta época, se vio influido por algunas corrientes que empezaban a tener éxito comercial en esa época, como el japonismo. Seguramente consciente de estos falsos éxitos, que no le llevaban a producir una obra con la que se sintiera satisfecho, decidió abandonar París en febrero de 1886:
Vincent afirmaba que se había ido por «miles de razones». Algunas eran poéticas («necesitaba una luz diferente y un cielo más brillante») y otras más prosaicas («este terrible invierno que ha durado una eternidad»). A veces culpaba a la ciudad: al frío, al ruido, al «maldito vino picado» y a los «filetes grasientos» que hacían la vida «insoportable». Se quejaba del control policial («no puedes sentarte donde te da la gana»), la niebla y el esmog que oscurecía el color de las cosas. Culpaba hasta a los parisinos, «volubles y tan carentes de fe como el mar». Se resentía sobre todo de la inconstancia de sus colegas artistas, que le exasperaban con sus infinitas rivalidades y luchas de facciones.
En esos últimos meses, ambos hermanos habían llegado a estar muy unidos, de algún modo, como una reacción de unidad frente al fallido matrimonio de Theo:
«Cuando Vincent llegó aquí hace dos años nunca creí que acabaríamos estando tan unidos. Ahora que estoy solo en el apartamento me rodea la soledad (…) Estos últimos tiempos, ha sido muy importante para mí». (…) Pero el fantasma del difunto párroco apuntaba con su dedo acusador en otra dirección. Había sido el incansable afán de Vincent de perseguir el placer, su instintiva rendición ante la tentación y sus invitaciones a Theo las que habían acabado con la frágil constitución de éste. Estaba matando a su hermano como había matado a su padre.
El 21 de febrero de 1868 llegó a Arlés. Tras bajarse del tren, una gruesa capa de nieve cubría el suelo consecuencia de un invierno excepcionalmente frío. Naifeh y White-Smith nos recuerdan que no sabemos con exactitud por qué eligió este lugar, cuando podría haber ido a otros más llamativos del sur de Francia. Sin embargo, de acuerdo con una carta dirigida a su hermana, sabemos que allí encontró buena inspiración:
Aquí no me hace falta para nada el arte japonés, porque me imagino estar en el Japón y nada más necesito abrir los ojos y ver lo que tengo delante.
Había aceptado que podía dar salida a su visión con las técnicas que su hermano Theo llevaba años demandando. La ilusión duró poco: cuando los últimos frutales perdieron sus hojas, los demonios de Vincent regresaron en forma de problemas de salud:
Durante un tiempo, no pudo ni siquiera salir de su cama del restaurante Carrel, donde exigía mejor comida pero, sobre todo, mejor vino. «Estaba tan exhausto y tan enfermo», escribía, «que no tenía fuerzas para vivir solo». (…) Echaba de menos a Theo. En el mismo instante en que se subió al tren en París, lamentó haber dejado a su hermano y se consolaba con visiones de su feliz reencuentro.
Los primeros meses allí los vivió encerrado en su habitación. La combinación de nostalgia y melancolía le sumía en la depresión. Los campos de Arlés le recordaban los brezales de su infancia:
«Pienso en Holanda», escribía, «y a pesar de la doble lejanía de la distancia y el tiempo transcurrido, estos recuerdos me rompen, de alguna forma, el corazón».
Esto le hizo volver, por un tiempo, a la técnica del lápiz, como la que utilizó para sus primeros dibujos en Holanda. Algunos motivos, como el puente de Réginelle, le recordaron los paisajes de Nuenen:
Tras cada visita, el pasado pesaba más y más, tanto en sus pensamientos como en su caballete. A finales de marzo, una esquela de periódico sobre Mauve, incluida en una carta de su hermana Wil, le provocó lágrimas de culpa y remordimientos. «Algo, no sé qué, se apoderó de mí», informó Vincent, «creándome un nudo en la garganta».
Cuando su arte empezaba a consolidarse, los complejos avatares de su vida volvieron a castigar su alma:
Al margen de su celo mercenario, casi nada había cambiado. Por mucho que maquinara o que implorara muy sofisticadamente, no había logrado vender ni un cuadro. (…) «Debo llegar a un punto en el que mis cuadros cubran mis gastos», decía en abril, «y más que eso, teniendo en cuenta lo mucho que he gastado en el pasado. Ya llegará. Admito que no todo lo que hago es un éxito, pero lo sigo intentado». Volver a sus viejos hábitos de pedir y prometer menoscabó su confianza. Tras los meses de efervescencia por su trabajo en los huertos confesó que «no estaba muy ágil con sus pinturas», y ofreció mudarse a Marsella para dedicar más tiempo al negocio y menos a la pintura.
Su confianza resistía poco tiempo los pasajeros momentos de felicidad, pero aún así, siguió en Arlés. Necesitado de encontrar un lugar más agradable para vivir que la pensión Carrel, alquiló cuatro habitaciones en la Place Lamartine, en lo que se daría en llamar la Casa Amarilla de Arlés. La propiedad no tenía ni calefacción, ni luz, ni gas, pero para Vincent era el paraíso:
Donde otros sólo veían un interior encalado de blanco, rústicos suelos de ladrillo y habitaciones en las que apenas se podía vivir, Vincent veía un espacio sereno, con cierto aire de iglesia. «Aquí puedo vivir, pintar y reflexionar», escribía. Más que una vecindad sórdida y de gente de paso, Vincent veía un jardín del Edén donde el verde siempre era exuberante y el cielo «de un azul intenso». Consideraba «delicioso» el polvoriento parque y se jactaba ante su hermana Wil de que sus ventanas «daban a un precioso parque público» desde el que veía la salida del sol por las mañanas. En vez de depravación y decadencia, Vincent veía caricaturas de Daumier, escenas de las novelas de Flaubert, paisajes de Monet y, en los clientes del café abierto toda la noche, «un Zola absoluto».
En esta descripción que encontramos en sus cartas vemos a una persona muy sensible y con una amplia cultura literaria y estética, además de con una vida dura y trágica. Vincent había sido desde muy pequeño un gran lector y eso se dejaba ver en todas sus observaciones y motivaciones.
Su nueva ilusión fue crear una comunidad de artistas en este nuevo lugar. Su elección final fue Paul Gauguin pero este no se decidía a viajar al sur de Francia, ni tampoco tenía mucha confianza en Vincent. Su hermano Theo ya estaba apoyando la carrera de Gauguin comprando algunos de sus cuadros lo que suscitaba los recelos de su hermano:
Vincent había seguido de cerca, y seguramente con envidia, el meteórico éxito de Gaugin en el entresol. Entre diciembre y enero, Theo se había gastado unos mil francos en obras de Gauguin, entre ellas el cuadro pintado en la Martinica denominado Les négresses, que colgaba con orgullo sobre el sofá del apartamento [de Theo] de la Rue Lepic de París.
Siguió escribiendo a sus amigos pintores de París, como Bernard o Anquetin, describiendo los grandes atractivos del lugar, e incluso algún coleccionista como Geffroy mostró cierto interés por sus obras:
«He pintado siete estudios de campos de trigo», alardeaba ante Bernard. «Los he pintado muy rápido, apresuradamente, como el cosechador silencioso bajo el sol implacable, atento sólo a cosechar». (…) Tras completar la imagen en un solo día bajo el sol abrasador, Vincent volvió a casa rebosando confianza en su nuevo arte («esta imagen mata a todas las demás») y sus nuevos argumentos a favor de su misión en el Midi. «Voy por buen camino», exclamaba. «Si Gauguin quisiera unirse a mí… nos convertiríamos en exploradores del sur».
Hasta encontró modelos, como un soldado zuavo originario de Argelia, una mujer (que no era guapa ni era la primera vez que posaba), en incluso una mousmé, una joven adolescente en los albores de su plenitud sexual, un recuerdo de las ideas de Pierre Loti y su fantasiosa guía de viajes por Japón.
Finalmente, aunque Gauguin aceptó viajar a Arlés en un primer momento, las excusas económicas volvieron a retrasar estos planes. Vincent, incluso se ofreció a viajar él mismo a Pont-Aven donde estaba Gauguin:
Los altibajos de estas negociaciones a tres sumieron a Vincent en la ansiedad. Con cada retraso de Pont-Aven y cada reserva de París, notaba cómo su sueño de un Le Paradou artístico se le escapaba entre los dedos. (…) Aquietó sus temores pasando calurosos días bajo el brillante sol de verano con infinitas tazas de café, a veces aderezadas con ron, y ensoñadoras tardes a base de absenta, incluso más popular en Arlés que en París. «Lo he pensado, he pensado en la posibilidad del desastre», escribía, «y lo único que podía hacer era sumergirme en mi trabajo con abandono… Cuando la tormenta interior ruge con demasiada fuerza, me tomo una copa o dos para atontarme». Se castigaba a sí mismo con el usual sobreesfuerzo y la falta de alimentos. Se cortó la barba y se afeitó la cabeza.
Y entonces llegó la noticia del fallecimiento de su tío Cent. Esto supuso por un lado un gran golpe para él, pues reavivó los fantasmas de frustración y arrepentimiento ante su conducta del pasado, incluso llegó a calcular todo el dinero (más de 15.000 francos) que había recibido de su hermano sin haber conseguido vender nada por su cuenta. Sin embargo, la herencia que recibió Theo (y de la que Vincent fue excluido expresamente por su tío en venganza por los desaires pasados) permitió impulsar económicamente el sueño de Vincent de una comunidad de artistas en el Midi. Ambos, Vincent y Gauguin, vivirían juntos y recibirían la asignación mensual de Theo para dedicarse en exclusiva a su obra.
Vincent llegó a la ciudad meridional de Arlés y empezó a pintar en el estilo impresionista que su hermano siempre le había demandado y que más se vendía en la galería. En marzo de 1888 pintó huertos de melocotoneros en flor y el puente de Langlois, que le recordaba a la Holanda fluvial a la que nunca regresaría. No fue fácil sin embargo, sus demonios le perseguían:
«Cuando dejé de fumar y beber tanto», escribió, «empecé a pensar de nuevo, en vez de tratar de no hacerlo. ¡Dios bendito, qué depresión y qué postración!». Durante un tiempo, no pudo ni siquiera salir de su cama del restaurante Carrel, donde exigía mejor comida pero, sobre todo, mejor vino. «Estaba tan exhausto y tan enfermo», escribía, «que no tenía fuerzas para vivir solo».
A pesar de sus dificultades continuó produciendo, mes tras mes, cuadros que atesoran la tensión y el genio de la experiencia vital de sus últimos años de vida. En junio pintó las barcas de Saintes Maries de la Mer y volvió a trabajar con modelos, como el soldado zuavo originario de Argelia que le permitió acercarse a las influencias exóticas que en algún momento había pensado y nunca pudo realizar. Al mes siguiente pintó La mousmé. Siguiendo con los retratos, también pintó a Joseph Roulin, el funcionario que ya le conocía bien por sus frecuentes visitas a la oficina de correos desde la que enviaba sus cartas y recibía los materiales de pintura que su hermano Theo mandaba desde París.
Este fue un periodo extraordinariamente prolífico para Vincent, pintó más de 200 cuadros, 100 dibujos y escribió más de 200 cartas. En septiembre, pocos meses antes de la llegada de Paul Gauguin para formar su añorada comunidad de artistas, pintó algunos de sus cuadros más recordados, como la terraza de la Place du Forum o el café de la Place Lamartine. También pintó la Casa Amarilla, el lugar donde soñaba que se haría realidad esa comunidad que finalmente fracasó, con terribles consecuencias para él. Pintó su famosa habitación, que fue –por poco tiempo– un sueño hecho realidad, un lugar en el que descansar después de los esfuerzos dedicados a su lucha por pintar y por mejorar su salud:
En [el cuadro] La habitación recordaba las ilimitadas posibilidades que le ofrecían sus sueños en el Midi. El suelo de tarima es como un libro abierto que contuviera no el deprimente texto de su padre, sino el joie de vivrede las novelas de Zola: una cama lo suficientemente grande para dos personas, hecha de madera de pino color naranja, tan maciza como un barco, y un par de sillas con el asiento de color rojo encendido. Sobre el cabezal, el humo turquesa del fumador y su sombrero de paja colgando de un clavo. Sobre la cama los retratos del desaparecido Boch y de un Milliet a punto de irse, que, decía, «daban vida a la casa».
Mientras esperaba a Gauguin, también en ese mes, pintó un motivo en el que venía pensando desde abril. Entonces le había escrito a su hermano Theo diciendo: «necesito una noche estrellada». Para Vincent las estrellas tenían un significado especial:
«Mirar las estrellas siempre me hace soñar», escribía, «con la sencillez con la que sueño con puntos negros en un mapa». Volvió a Arlés con la imagen grabada en su mente. «¿Cuándo me decidiré a pintar un cielo estrellado», se preguntaba a mediados de junio, «el cuadro que siempre tengo in mente?».
Esta imagen no sólo le ayudaba a superar y olvidarse de los sufrimientos de su existencia, de las contrariedades del trato social, sino que tenían ecos de nostalgia familiar y religiosa. Su madre escribió en una carta enviada a un adolescente Vicent que «las caídas estrelladas de las tardes expresan la preocupación y el amor que Dios siente por todos nosotros». Y en otro momento de este año le confesó a su hermano:
«Tengo una tremenda necesidad de —¿osaré decir la palabra?— religión», confesó temblando. «De manera que salgo de noche a pintar estrellas».
Después de pensar muchas veces en ese motivo, pintó su primera noche estrellada, con toda la dificultad que suponía salir de noche cargado con sus pinturas, su caballete y sus lienzos.
Van Gogh no era un pintor de estudio, excepto para los retratos. No podía pintar de memoria o sin un objeto presente. Dejar ese espacio a la imaginación era demasiado peligroso para él, necesitaba ese contacto directo con el objeto que centraba su atención. En esto chocó frontalmente con Gauguin durante su estancia en Arlés, que impuso su estilo y su manera de hacer las cosas. Nada más llegar causó una doble sensación de temor y admiración en el frágil carácter de Vincent:
«Gauguin ha llegado y se encuentra bien de salud», escribió a Theo, «¡creo incluso que está mejor que yo!». [Y añadió] «No cabe duda de que estamos ante una criatura virgen con instintos salvajes», informaba a Theo, asombrado.
Un año después de pintar, en septiembre de 1888, su primera noche estrellada y varios meses después de la dificultosa convivencia con Gauguin, del ataque de locura que le llevó a cortarse la oreja izquierda, de su estancia en el Hospital de Arlés (al que su hermano Theo acudió brevemente para regresar a París, mientras Vincent se vio sumido en una crisis tras otra), Vincent volvió a pintar una noche estrellada. Esta vez lo hizo ya en el sanatorio de Sant Remy, adonde por propia decisión había aceptado ir, al reconocer lo incontrolable de sus crisis psicóticas. Allí volvió a pintar este motivo con aún más intensidad, la de un sufrimiento que se refleja en el tamaño y las formas delirantes con las que pintó estas estrellas en junio de 1889.
Este motivo nos permite entender la doble necesidad de cercanía y distancia que Vincent sentía y que los autores Naifeh y White-Smith resumen en el capítulo final de su biografía bajo un título tan preciso como sobrecogedor: Las ilusiones se marchitan, lo sublime permanece.
Entonces, se hizo verdad lo que en algún momento Vincent Van Gogh llegó a decir:
Puse el corazón y el alma en mi trabajo, pero al final he perdido la razón.
Fuente de la información:
https://clavedelibros.com/van-gogh-la-vida-steven-naifeh-gregory-white-smith/
Fuente de la imagen:
https://clavedelibros.com/van-gogh-la-vida-steven-naifeh-gregory-white-smith/
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