Piélagos. Aproximación a lo insular en la poesía cubana

Publicado: 24 noviembre 2020 a las 3:00 am

Categorías: Literatura

POR KELLY MARTÍNEZ-GRANDAL

Huevo del mar, ella está rodeada.

Gilles Deleuze

DONDE SE CUENTA, A GRANDES RASGOS, LA CONSTRUCCIÓN Y DECONSTRUCCIÓN DE LO INSULAR

Épica de las islas. Desde los héroes griegos y sus viajes hasta el alter orbis insular del medioevo, la isla es asunto literario, no sólo como tema sino como conciencia simbólica: un espacio geográfico-espiritual asociado con la búsqueda, la aventura y la revelación: Odiseo e Ítaca, San Juan y Patmos, el rey Arturo y Avalon. Hay, también, una mística de lo insular; de lo delimitado, lo aislado, lo separado. Lo rodeado de agua. En las islas, decía Deleuze, el conflicto entre mar y tierra —esa lucha primigenia anclada en el imaginario colectivo y mítico— no se solventa.

Salvación del naufragio, lugar de descanso y paso, las islas adormecen con el ruido de la espuma. A veces los pájaros, en sus largas travesías migratorias, se posan y cantan. A veces hay pájaros endémicos, nacen y viven allí. Todo depende del lugar, de la isla. Continentales u oceánicas, derivadas u originadas, móviles o inmóviles, de las islas hay que cuidarse. Puede ser que, en ellas, habite Circe. Hechicera solar, entretiene sus días transformando hombres en bestias.

El isleño está obligado a mirarse. Debe descubrir un orden que también es el de su libertad frente al espacio que lo confina, hacerse uno con él y, paradójicamente, sobrepasarlo. Nacer en una isla es nacer en el destierro, aprender a vivir en él, erigirse contra él. Frontera en disolución, el agua y la distancia, la imposibilidad de un otro-semejante. A la vez, la imagen majestuosa de lo otro: el mar con sus muchos dioses, sus muchos muertos. Marineros ahogados que cantan desde el fondo, criaturas sin nombre que habitan la profundo. Contradicción, vista desde el naufragio una isla es alguna parte, un útero para volver a nacer. Las islas son refugio y cárcel. Las islas, bien lo dijo Dulce María Loynaz, pueden morder sus colas en signos de infinito.

Es sobre esa contradicción, que va más allá de lo abierto y lo cerrado, del afuera y el adentro, sobre lo que parece fundarse el mito de la insularidad en la poesía cubana. Nuestra primera obra literaria, Espejo de paciencia, compuesta en 1608 por el escribano canario Silvestre de Balboa contiene ya versos referenciales: «Dorada isla de Cuba ó Fernandina, / de cuyas altas cumbres eminentes / bajan á los arroyos, ríos y fuentes / el acendrado oro y plata fina». Fija, con ello, una necesidad de saberse, de concretarse como espacio fijo e imagen propia. La misma en la que hurgará el modernismo decimonónico —criollismo, naturalismo, nacionalismo— con su afán por la autonomía y la particularidad, no sólo a nivel de lenguaje (un distanciamiento de las claves de la poesía barroca) sino también a nivel de creación de una identidad nacional.

El fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de la poesía cubana. El siglo xix en América Latina (y en muchas otras partes) es el siglo de la independencia y de la construcción de un imaginario propio. La poesía fue un medio para edificarlo. En la nuestra, lo campesino, lo guajiro, se ofrece como espacio de lo criollo y lo cubano (todavía no lo isleño) —olores de jazmines y atardeceres en la guardarraya, sonidos de guateque y palmeras y bohíos—, lo heroico como espíritu nacional. Sin embargo, estas nuevas formas de producción cultural —y a pesar del intento de distanciarse a nivel formal— siguieron conectadas con la voz del romancero español. Con una que otra excepción, nuestra intención de llevar la poesía al terreno de lo popular era todavía estetizado, retórico, lírico, culto.

Hizo falta otra forma de asumir lo cubano para que las cosas tomaran otro color: la poesía negra, afro-antillana, negrista, vino a instaurar un nuevo orden. En Cuba, tuvo a su primer exponente en Nicolás Guillén, cuya obra fue clave para insertar, reivindicar, precisar el rol indisputable de la experiencia negra en la cultura cubana (que no es lo mismo que aceptar, pero el todavía pujante racismo cubano no es el tema de estas páginas).

Estamos juntos desde muy lejos,

jóvenes, viejos,

negros y blancos, todo mezclado;

uno mandando y otro mandado,

todo mezclado;

San Berenito y otro mandado

todo mezclado;

negros y blancos desde muy lejos,

todo mezclado;

Santa María y uno mandado,

todo mezclado

todo mezclado, Santa María,

San Berenito, todo mezclado,

todo mezclado, San Berenito,

San Berenito, Santa María,

Santa María, San Berenito,

¡todo mezclado!

Yoruba soy, soy lucumí,

mandinga, congo, carabalí.

 

 

Con la obra de Guillén, se apuntalan nuevas posibilidades del lenguaje y de la creación poética (por primera vez el habla es realmente popular, se incorporan giros y cadencias propios de la afro-cubanidad), se subvierte un imaginario y se crea otro: no la cabeza, sino el cuerpo; no el atardecer, sino la madrugada; no el guateque, sino el velorio. Hermanada con el Harlem Renaissance y su beat de jazz: «[…] predominan en esta poesía el bongó, con su estrépito de frondas agitadas y la mulata, reina y señora que no desplaza a la trigueña, aunque la negra es su azafata más recorrida. Changó borra las huellas de la Virgen de La Caridad del Cobre. Y discurre en alucinante teoría el anca, la rumba, la bata, la cadera, el ron, el solar».

Poesía mayormente urbana, el espacio de Guillén es el del suburbio y el arrabal. El margen, converge al centro de la fiesta, un viejo santo que baja y se monta. Cimarrona y mestiza, su obra y la de los poetas que incorporaron las voces negras a lo idea de lo cubano —Georgina Herrera y Nancy Morejón son indispensables en la lista— terminarán de configurar la idea, moderna por demás, de una identidad nacional.

Pero fue Lezama quien, en su simulacro de una conversación con Juan Ramón Jiménez, puso la piedra primera de lo insular como problema estético. Es decir, como modo específico de componer, pensar y habitar una imagen. Al modo del islario medieval —ese género de la cartografía que terminó siendo literario—, que reinventó la noción fantástica de las islas, con la teleología insular lezamiana se concretará un eidós sobre Cuba. La isla abandona su materialidad, su geografía y naturaleza, y se convierte en condición ontológica y «mitopoética». Para empezar, Lezama escoge la figura de Narciso: lo incapaz de alteridad y diálogo, lo enamorado de sí mismo. Entre el sujeto y su sombra, la impertinencia del agua «abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen / a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura».

Una década más tarde, María Zambrano hablará de su sentir a Cuba como poesía, como sustancia misma y su gesto terminará de fundar el centro en torno al cual gravitarán los miembros de Orígenes y buena parte de la producción literaria cubana, incluso en la actualidad. La isla no podía ser medida, calculada, reproducida. No era ya un tema, sino un estado desde el cual se escribe o, incluso, un estado desde el cual se es. En la cueva, apenas percibíamos las sombras de su naturaleza espiritual, apenas lográbamos aterrizar en palabras su trascendencia.

Escribo en la arena la palabra horizonte

Y unas mujeres altas vienen a reposar en ella.

Dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.

Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene, ellas van por mis brazos

Buscando el camino tormentoso de mi corazón.

El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas,

Las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.

 

Es esa producción literaria, fundada sobre la idea metafísica de lo insular, lo que Cintio Vitier recoge en Lo cubano en la poesía, libro monumental no sólo por su prodigiosa sistematización de la literatura, sino porque termina siendo una forma petrificada y marmórea de la cultura. Un panteón, que lo mismo aplica para dioses y muertos. A ambos, de todas formas, hay que ofrendarles algo y es imposible concebir la historia de la poesía cubana sin la gesta de Vitier, así sea para denostarla. Al nacionalismo decimonónico, a las propuestas de Nicolás Guillén o de intelectuales como Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Lydia Cabrera —en su intento de subvertir el proceso colonialista europeo a partir del humor, el cuerpo, el mestizaje como elementos inherentes a lo cubano— Vitier opone la abstracción de la isla y un intento de purificar y entronizar la literatura cubana.

Tuvo que venir un pájaro hereje a cagarse sobre el mármol para que el mito de la insularidad descendiera de su altura afrodítica-uraniana y se transformara en afrodítica-pandémica, Venus vulgivaga, popularis o, afortunadamente, en algo peor: la maldita circunstancia del agua por todas partes. Irónico, corrosivo, cáustico —«un tarro de leche cortada con un limón humorístico», como se definió a sí mismo—, Virgilio Piñera (que también había sido parte de Orígenes) publica La isla en peso en 1943, ganándose la crítica feroz de las entonces luminarias de la poesía cubana; de un Vitier que le reclama haber convertido la isla en «una atroz Antilla cualquiera». Su insularidad es paria y hiede. «Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo». Pero también explota en un erotismo sin contornos, bello y grotesco al mismo tiempo, pues «el perfume de una piña puede detener un pájaro». Contrapoema y contrapeso que derriba «los tópicos del pensamiento insular con una visión desmitificadora, anticatólica y antilírica».

Es precisamente la antinomia Vitier-Piñera, entre muchas otras cosas, lo que varios intelectuales revisarían en la década de los noventa y desde espacios que abarcaban tanto la producción como la crítica literaria. Como escenario, tres eventos particularmente significativos para la cultura cubana: el centenario de la muerte de Julián del Casal, en 1993; el cincuentenario de Orígenes, en 1994 y el centenario de la muerte de José Martí, en 1995. La apuesta por una revisión del canon —refracción (que no reflejo) de una crisis, la del Período Especial y los balseros— conducirá a la reconfiguración de un imaginario y una tradición y, sobre todo, a la reivindicación y actualización de la obra de Piñera como agente subversivo: una autonomía y una libertad sin las cuales es imposible acercarse y leer la literatura cubana actual.

La ruptura de lo canónico tiene, por supuesto, antecedentes (paradoja de las vanguardias no poder escapar de su historicidad) en las generaciones de los setenta y ochenta; en su relación diacrónica-sincrónica, existencial, con la Revolución. Pasadas la celebración y la euforia, pasado el oscuro episodio de la UMAP (en el que tantos poetas se vieron denigrados y envueltos), polvorienta la (poesía) épica de los primeros años, la poética de las décadas posteriores giró hacia la autorrepresentación y la individuación. Es decir, hacia el sujeto que soy frente al mundo. No como resultado del mismo, no de manera pasiva, sino como postura y cuestionamiento. Con Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, Soleída Ríos, Víctor Rodríguez Nuñez, Ángel Escobar, María Elena Hernández Caballero, Odette Alonso, Ena Columbié y tantos otros, la poesía cubana se desprendió primero de sí misma y luego de su función social. Lo poetas no eran ya necesarios para construir la gesta heroica ni eran, tampoco, los hijos de esa gesta. Por voluntad propia, cortaron el cordón umbilical, se expulsaron a sí mismos de la República. Sin abandonar por completo el sentido lírico de las propuestas anteriores, la poesía de esos años puso en escena lo cotidiano, lo conversacional, lo íntimo, lo interior. Lo insular dejó de ser espacio metafísico y se sentó finalmente en la mesa del café. Contempló, desde la ventana, la maldita circunstancia del agua y la incorporó a su quehacer como quien incorpora truenos a una pesadilla.

Época de abundante producción editorial, en los setenta y ochenta hubo un mercado de y para la poesía cubana. Por ende, una institucionalidad y una institucionalización. La idea de generaciones poéticas, grupos nucleares alrededor de discursos particulares, se normaliza y se norma. Es decir, se regulan procesos de jerarquización y canonización (escritores ceden a otros el derecho a llamarse escritores) que dicta lo que debe y no debe hacerse, lo que es poesía y lo que no. No será sino con la generación de los noventa que el orden se subvierta, que lo radical y el margen se conviertan en elección deliberada y la divergencia —o, para decirlo con esas palabras tan gratas al régimen castrista, el diversionismo ideológico—, en manifiesto estético. Cambiarían, incluso, los medios de difusión. La crisis económica y la falta de papel significarían un revés para el mercado editorial tradicional y se abrirían camino las propuestas alternativas: el papel reciclado y la plaquette, un soporte propicio para la poesía y de muy fácil distribución. Por otro lado, es el momento en que comienzan a publicarse las primeras antologías de poesía cubana fuera de Cuba, especialmente en México y España. Los poetas del exilio, antes encarnados en los desterrados del siglo xix o en raras avis como Magali Alabau o Achy Obejas, se consolidan como grupo numeroso e imprescindible dentro de nuestra literatura contemporánea. Con ellos, la idea de lo insular adquiere un relieve otro, mira desde otro lugar.

Siendo Diáspora —y su publicación homónima— el más conocido y probablemente el más radical de los grupos de poetas de los noventa (aunque vale la pena acercarse a otras iniciativas más pequeñas y regionales, como la revista matancera Arique), las generaciones de fin de siglo condenaron el lirismo y lo sentimental. Agrios, cínicos, rotos (y eso es un piropo) ejercen la poesía como proeza intelectual y conceptual, incluso a nivel del lenguaje. No hay pathos nostálgico, noche insular ni mar violeta. Nacer aquí no es ya una fiesta innombrable. Como querían los futuristas con los museos, lo importante era destruir la «museabilidad» de la poesía. Con ellos, se profundizó lo que Walfrido Dorta llama «campus-norma versus campus-desvío», ese viejo antagonismo entre oficial-maldito, ortodoxo-herejo, antiguo-moderno que heredamos del siglo xix. La generación posterior, la «cero» (esa etiqueta que los persigue de mala manera. Todo el mundo quería ser cero, como todo el mundo quería ser beat), alcanzará entonces el grado suprematista de la erosión de la poesía. Como en el cuadro de Malévich, donde el blanco se suspende sobre el blanco, los poetas que publicaron a principios de milenio suspendieron lo vulgar sobre lo vulgar, lo nimio sobre lo nimio, lo vacío sobre el vacío. Tenía su ardid: solo los que conocen el oficio —y el pintor ruso lo conocía— eran capaces de jugar con los distintos tonos de blanco, crear volumen y forma. No es tan fácil ser cero. Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos o Ahmel Echevarría también son buenos pintores.

No obstante, y como es común a toda vanguardia y postvanguardia, la literatura cubana premilenio y postmilenio no ha podido escapar de la trampa: tarde o temprano la fresca novedad se solidifica, se repiten estructuras de poder. Pero de eso hablaré luego. Lo importante es señalar que, de la isla y de lo insular como tema y telos, sólo quedaron apenas rastros perceptibles. Otra blancura, como aquella de la bandera de Jasper Johns. Al fin y al cabo y como dice el joven poeta Ray Veiro (tan joven que no tiene generación y tal vez sea mejor que no la tenga): «La tierra no importa. Patria es abrir las patas y parir un hijo (sin importar tu sexo, a veces nacen por la boca), llamarlo Isla o Península. El nombre tampoco importa. Cuba nunca fue lo más importante».

 

  1. DONDE ME PREGUNTO, TORPEMENTE, POR ESTAS COSAS

Isla del mito y gesta heroica, es imposible (e irrespetuoso) hablar de Cuba sin mencionar, así sea brevemente, su proceso político y la incidencia que tuvo en el campo literario que, a su vez, incide todavía en ese proceso. El ejercicio es penoso y largo. Por ahora, me conformo con señalar que, cuando un partido único ocupa el poder por sesenta años y se instaura como fanaticus de la cultura, la vida de un país se vuelve enfermiza. Como el Belerofonte de Pavese, los que alguna vez fueron héroes terminan siendo viejos locos. Atormentados por el recuerdo de una quimera a la que alguna vez dieron muerte, atemorizan aldeanos con su presencia. Todo corre el riesgo de achatarse, de devenir principalmente oficialidad y resistencia, polaridad. Si a ello le sumamos la falta de acceso a las imágenes del mundo exterior y la censura, las posibilidades de lo plural que acompañan a la vida de ese país, indudablemente se reducen.

Injusto sería no mencionar, también, que los cubanos siempre se rebuscan. Durante los momentos más críticos y represivos, en la isla circularon libros prohibidos forrados con papeles anodinos. Los turistas, los cubanos que lograban salir (así fuese para participar en una guerra) o las películas que ponían en televisión los fines de semana, sirvieron como puente a una realidad que nos estaba vedada; cualquier hueco en el muro se convirtió en paisaje. Pero eso no era suficiente, menos en el siglo de la comunicación. Algo del mundo se nos escapó y no hay estación que lo repare, ni siquiera la salida de la isla. La gente tiene derecho a elegir qué consume, con qué se condena o se salva. Derecho a saber qué pasa afuera, porque nosotros estábamos adentro, doblemente aislados y no hablábamos de países definidos. Estos zapatos me los trajeron de afuera.

Si la década de los noventa fue crucial en el cuestionamiento y la deconstrucción del mito de la insularidad, cosa que permitió a la literatura ampliar sus espacios de enunciación, también pareciera haberlo sido en la fundación de una nueva mitología: la de una insularidad totalmente fragmentada y una literatura en la que lo contracultural parece instaurarse norma. No puede ser de otra manera, los cubanos aprendimos a responder por oposición; me temo que sesenta años de heterogeneidad apagan otros mecanismos de defensa. Y no se trata de un reflejo pasivo, sino de eso que Popper llamó «la lógica de las situaciones», la manera coherente y organizada en la que respondemos frente a una determinada circunstancia que, en nuestro caso, sigue siendo la misma. El esquema parece repetirse en el campo literario, en un deber ser que a veces respira con aire totalitario y no me refiero a la estrecha relación que pueda guardar con la esfera política, sino a una costumbre. Conmigo o contra mí, lírico o antilírico, poeta o antipoeta. Nos guste o no, el imaginario cubano está marcado por la heroicidad y el monumento, incluso cuando somos anti-heroicos y anti-monumentos. Basta pararse frente a cualquiera de nuestros edificios icónicos para comprobarlo. En nosotros, y por desgracia, hasta la ruina es colosal.

Por supuesto, era lógico que, así como el mar cuando es obligado a retirarse, los parias de la literatura cubana reclamaran su territorio. Los noventa fueron el catalizador de una forma de divergencia que confrontó a una cultura y un régimen que, a diferencia de lo que proclama, sigue siendo profundamente colonialista. Desde entonces y hasta hoy, un buen grupo de poetas ha opuesto el carnaval a la Iglesia, lo popular a lo erudito; una escritura desde el cuerpo y su excrecencia, desde la periferia y la ruina, y eso hay que celebrarlo. Linaje de Rabelais, con ello responden también a un país fracasado y en quiebra. ¿De qué mundos hablar cuando el país se cae a pedazos y un balcón se desploma, en La Habana, sobre tres niñas? ¿De qué mundos, cuando el estrecho de la Florida es también un cementerio?

Sin embargo, temo que la herejía corra también la suerte de momificarse. Todavía hoy, buena parte del debate pareciera no querer salir de las aguas viterianas-virgilianas. ¿Qué otras múltiples formas de escribir, de pensar, de resistir desde la literatura nos estamos perdiendo? ¿Cómo repensar lo insular, si es que tal cosa existe, sin caer en lo dicotómico o en la salida tangente y cómoda de las islas que se repiten? ¿Es posible una definición de lo insular que, para decirlo con Adorno, no tienda a eliminar mediante fijadoras manipulaciones de las significaciones, el elemento irritante y peligroso que vive en los conceptos? Si la autonomía literaria depende de la postura frente a un canon que, a su vez, tiende a convertirse en otro canon ¿es realmente autonomía? En tiempos de claves no binarias ¿es posible abandonar la lógica de campos antagonistas? ¿Cómo evitar una noción de insularidad que termine presa de su propia imagen, que no nos obligue a volver a la trampa primera, al Narciso de Lezama?

Sospecho que la poesía cubana —sin importar el lugar donde se produce— debe andar siempre atenta, dispuesta a no convertirse en una sola connotación, una sola significación, una sola manera de ser y hacer; un partido único y su opuesto. Si la isla no es un tema, tampoco puede ser una actitud. Si vamos a despojarnos de esencias insulares, que sea por completo. Al fin y al cabo, Cuba es más que una isla, es un archipiélago —un territorio mayor y cuatro mil ciento noventa y seis islotes y cayos— dentro de otro archipiélago, el antillano y, como tal, lo insular tiene muchas formas de manifestarse. Está en el dolor de Gertrudis Gómez de Avellaneda al partir: «¡Adiós, patria feliz, edén querido! / Doquier que el hado en su furor me impela / tu dulce nombre halagará mi oído». También en la despedida de Luisa Pérez de Zambrana… cuando abatida vi, del mar salobre / Las sierras melancólicas del Cobre / Sus frentes ocultar, con aflicción profunda y penetrante / me cubrí con las manos el semblante / y prorrumpí a llorar».

Está el destierro de Heredia, en esa larga tradición de poetas emigrantes que escoltan a Lourdes Casal, pues «aun cuando regrese a la ciudad de mi infancia, / cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos, / demasiado habanera para ser newyorkina / demasiado newyorkina para ser, —aun volver a ser— otra cosa».

Vive en la poesía de la puertorriqueña Dolores Rodríguez de Tió que, incluso en otra isla, se encuentra en casa. «Yo no me siento extranjera / bajo este cielo cubano», pero también en la decadencia de Mirta Yañez porque «la demolición abrió pasos / a vericuetos peligrosos / y las emboscadas no se hicieron esperar».Se cuela, sin duda, en los versos de Nancy Morejón cuando viene Richard y trae su flauta, «nosotros que bailábamos desesperadamente al escuchar un timbal un bajo de trompeta un güiro una flauta / reunidos en campaña» y también en el silencio «blanco, ilimitado, / este silencio / del mar tranquilo, inmóvil» de Eliseo Diego. Vuela con el pájaro de Soleida Ríos, ese pájaro de la bruja, que «nada tiene que ver con el sinsonte / el choncholí o la torcaza triste. / Nació, repito, del filo de un machete /no de la hueva blanca de una pájara vieja» o duerme sobre el ataúd del grandfather de Legna Rodríguez Iglesias, donde «hay flores nacionales / ese hombre luchó en una guerra / hace más de sesenta años / una guerra por la libertad / liberarse de lo que ata / es la lucha común». Se rompe en esa patria divida a partes iguales de Laura Ruiz Montes, porque «Maribel vive en Segovia, / en un pueblo de nombre tan hermoso: / Cerezo de arriba, / Maritza está en Toronto, / Orestes es pastor de una iglesia bautista, / y yo aún almuerzo en el mismo lugar» y aterriza en la tierra abandonada y, sin embargo, viva de Noel Alonso Ginoris: «habrá que buscar la raíz más profunda de la soledad y sacarle el polvo. / Quizá así la ciudad se muestre amanecida quizá / al fin / ya no nos importe su torpe luz».

Rota la insularidad primera, institucionalizado el quiebre de insularidad segunda, toca dejar de estar adentro, abarcar la pluralidad. Abarcar los cuatro mil ciento noventa y seis islotes y cayos y, si se puede, ir todavía más lejos. Producir otras vías, crear nuevas lógicas para responder a la inmóvil situación. Garantizar, desde ya, otra autonomía para la poesía cubana. Y no hablo de la gran bailanta de la reconciliación nacional ni enfatizo lo que puede estar sucediendo en el medio de dos polaridades, sino de una política y una poética de lo multidimensional; de apostar por aquello que quería Deleuze, una conciencia dinámica de lo insular y una poesía que pueda pensarse y hacerse desde su especificidad, pero también desde su relación con un campo mucho más amplio, el de su propia tradición. No con espíritu de reconstrucción arqueológica, sino a la manera de T. S. Eliot, como confección de un tejido que fluye. Si lo doblamos, un punto toca otro punto y dialoga. No hay competencia, la obra nueva no se inserta para destruir a la vieja, sino para darle otro lugar.

Un archipiélago (eso que es Cuba) es un conjunto de islas agrupadas en un mismo territorio. Para nosotros ya no hay territorio, espacio fijo. A estas alturas, la historia de la poesía cubana no puede pensarse desde un centro. La Habana o Estocolmo, Cienfuegos o Miami, Santiago o Berlín, al final da lo mismo. La isla se extendió y, en muchas partes, su sueño todavía produce monstruos. Tal vez por eso me gusta la palabra piélagos, lo que denota: una columna de agua que no está sobre plataforma continental. Apareció por primera vez en 1495, tres años después de que Colón pisara América, en el diccionario español-latino de Antonio de Nebrija. Me gustan, además, las divisiones de las zonas pelágicas, que dependen de la profundidad: epipelágicas, mesopelágicas, antropelágica, batipelágica, abisopelágica, hadopelágica. Habitan allí todo tipo de criaturas, algunas pocas veces entrevistas. De todo eso se forma el mar.

Piélago, dice la RAE, es también aquello que, por su abundancia, es difícil de enumerar o contar. Que una poesía pelágica sea, entonces, el territorio común. Corramos el riesgo de romper la cáscara del huevo de la isla.

Fuente:https://cuadernoshispanoamericanos.com/pielagos-aproximacion-a-lo-insular-en-la-poesia-cubana/

Fuente de la Imagen: https://www.ocultalit.com/poesia/lenguas-de-marabu-poesia-cubana-del-siglo-xxi/