‘No, mamá, no’ de Verity Bargate

Publicado: 10 octubre 2020 a las 8:00 am

Categorías: Arte y cultura / Literatura

En 1978 se publicaba No, mamá, no de la autora inglesa Verity Bargate. En 2017 la editorial española Alba lo publica. Algunas cosas han cambiado entre la década del setenta y la actualidad, pero otras todavía (nos) suenan tanto… No, mamá, no es una novela sobre la maternidad y la mujer, que retrata una sociedad por y para los hombres.

 

 

La novela comienza cuando la narradora recibe a su segundo hijo. Lo coge en brazos y no siente nada. Nada. Luego se lo devuelve al médico, se lo llevan, ella pide permiso para fumar pero se lo niegan, su marido llora porque fue niño y no niña, ella le sugiere a él que se vaya a casa a descansar, lo envidia por tener sentimientos, se enciende finalmente un cigarrillo y compara a su bebé con una berenjena pasada.

Ella también lamenta que su segundo hijo haya sido de sexo masculino. Y desde este punto se desprende el resto del tejido de la trama, que confecciona un entramado de causalidades donde la infancia y la sociedad patriarcal, sobre todo, son las agujas. Que no solo tejen: pinchan.

Más tarde, a la hora de la visita, volvió David con los ojos todavía un poco llorosos. Le envidié el lujo de sentir algo, aunque sospeché que su sufrimiento respondía sobre todo a que habíamos leído en alguna parte que si se hace mucho el amor hay más probabilidades de tener una niña; cuanto más se folla, más débil es la eyaculación, y las hembras, más fuertes que los machos, tienen mayores posibilidades de llegar primero hasta el óvulo y fecundarlo. En otras palabras, su pena parecía tener un fundamento bastante machista.

El cuerpo extraviado

Lamentablemente, aun hoy está presente, en el colectivo imaginario y sin imaginación sino en lo concreto también, esa cosa utilitaria del cuerpo femenino cuando está en función de la maternidad. Digo cosa y digo en función deporque eso es lo que hace: cosificar algo que es humano, hacerlo “útil” como si fuera un electrodoméstico. Todavía hoy. ¡Pero es cuerpo! ¿Hay que gritarlo, todavía hoy?

La narradora padece esto: su cuerpo le es arrebatado por/en nombre de la maternidad. Mujer envase (embarazada), mujer grifo (amamantando), mujer madre: consagración (dice la RAE: Consagración: 1. f. Acción y efecto de consagrar. Digo yo: cosangrar). Es la década del setenta, pero qué suerte que el libro se publique en España hoy.

Oí cómo la enfermera le recordaba a la doctora quién era yo, una vez que la enfermera de guardia se lo hubo recordado a ella. La oí exclamar que esta madre era tan buena madre que había dado de mamar al niño e incluso se sacaba la leche sobrante para donarla a la unidad de prematuros y pensé que quizá las ascendían si superaban la media nacional y conseguían tener más de un determinado porcentaje de madres que amamantaban a sus hijos. Yo era un dato estadístico que podía serle útil en su carrera. Entonces grité que cada vez que le daba el pecho al niño me entraban ganas de vomitar; que me daba asco; que me sentía como una vaca o una máquina ordeñadora. La doctora me preguntó si era actriz o modelo y comprendí que pensaba que era una puta.

Pero a la narradora le es extraviado su cuerpo no solo por sus hijos o por la maternidad, sino también por la función-demanda del hombre, que es su pareja:

Yo continuaba perdiendo sangre y agradecía esa pequeña bendición; David sentía la aversión del varón medio por la sangre. De no haber sido por eso, estuviera o no estuviera loca, habría esperado que le ofreciera el único tipo de consuelo que había conocido en su vida y el único que yo era capaz de darle. Volvía cada vez más tarde y generalmente yo ya estaba dormida en el cuarto de los niños cuando él llegaba a casa.

El cuerpo de esta mujer, entonces, es un cuerpo que le fue usurpado por la sociedad, por los roles, por lo que se espera de él. No hay propiedad, no hay humanidad, hay función. Cuerpo para el sexo, cuerpo para parir. El deber del cuerpo:

Me entretuve un buen rato en el baño, con la esperanza de que, cuando hubiera acabado, David estuviera dormido. Estaba completamente despierto y cuando se me acercó pensé que al menos esa vez no tendría que sentirme culpable, pues no disfrutaría. Los sentimientos de culpa estaban reservados para el placer; eso era un deber.

Y así ocurrió por primera vez en varias semanas. Me gustaría poder decir que hicimos el amor, pero no quedaba ningún amor por hacer.

Pero todavía no llegamos ni al capítulo V de esta novela de un total de XXV a lo largo de los cuales si se teje su entramado es con carne, no con lana.

El costurero

Hay un elemento muy significativo en la novela que es una maletita de cartón a modo de costurero. Aparece por primera vez en el capítulo II y cobra total importancia tras el giro de la novela, cuando la narradora empieza a frecuentar la playa para visitar a una amiga de la facultad. Esa maletita es una especie de costurero donde ella guarda ropita de bebé para niñas y unas tijeritas, a las que se refiere como “talismán de mi niñez”. Ella se aferra a estos elementos, que son los que más adelante le permitirán transformar una realidad insufrible.

Me metí en el baño y, desde el lado de la bañera, alargué la mano para coger la maletita de cartón que tenía en el estante de arriba. Me la llevé al dormitorio y la abrí. Extendí todo lo que guardaba encima de la cama en pilas ordenadas y el llanto cesó. Aquí, los vestiditos victorianos cosidos a mano, allí las suaves enagüitas de algodón, dos capitas de terciopelo muy antiguas, diminutas, más allá una pulserita de plata, una muñeca de porcelana resquebrajada y muy delicada, un chal que casi se caía en pedazos y, por último, un par de minúsculas tijeritas.

Desde esta escena hasta la escena final (maravillosa y sorprendente) donde aparecen otras tijeras, diferentes y grandes, la trama se entreteje a partir de este elemento mágico-significativo que es la llave para pasar del agobio a la felicidad. Pero al mismo tiempo, este costurero es el anclaje con la infancia y en ese sentido hace de puente en este viaje a las causalidades donde la infancia y la madre (¡cómo no!) son las protagonistas:

De niña las cogía [la narradora está refiriéndose a las tijeritas] cuando me sentía triste y entonces nada parecía ya tan doloroso. Me hacían sentirme a salvo. Toda mi vida, desde el día en que las fabriqué, siempre supe dónde estaban. He perdido muchas cosas en mi vida, pero nunca mis tijeras.

Y la hijidad también

Este libro sobre la maternidad o sobre el ser madre es también un libro sobre la hijidad o el ser hija. La madre de la narradora está muerta pero ninguna herida está cerrada. Cuando da a luz a su segundo hijo, esa berenjena que tanto asco le da cuando le succiona las tetas, recuerda una anécdota que narra que el turno de la madre “asqueada” también fue de su madre. Como un legado, como una herencia:

Mi madre le contó a una solterona amiga suya que parirme a mí había sido un viaje a las puertas del Infierno. La amiga, que había dejado de ser solterona, me comunicó la información en el funeral de mi madre mientras los demás comían sándwiches de pepino cortado en rodajas casi transparentes y bebían té en tazas de porcelana fina decorada con hojas de hiedra. Yo estaba en el dormitorio de mi madre y recorría con el dedo el polvo que cubría su espejo mientras me preguntaba cómo era posible que todas esas personas reunidas ahí abajo tuvieran tantas ganas de charlar, y entonces ella vino a buscarme. Por el tono en que me habló, se diría que me estaba transmitiendo mi legado. Y en cierto modo así era. Creo que fue la única persona que nombró a mi madre en todo aquel largo, caluroso día de agosto. Y el pensamiento que no lograba apartar de mi cabeza todos esos días en el hospital era que el parto en sí no había sido en absoluto un viaje a las puertas del Infierno; ese viaje solo empezaba ahora.

La herida abierta es la indiferencia de su madre. Entonces, por esta “maldita costumbre” del legado, aparece, por un lado, la indiferencia cuando nace su segundo hijo, esa nada del principio (aunque no tarda mucho en devenir en asco y demás sentimientos) y, por otro, la necesidad de subsanar esa herida ejecutada por la madre desde la maternidad propia; algo así como: le daré a mi hija lo que mi madre no me ha dado, pero para eso necesito una hija.

Y después empezaron las acusaciones, por mi ineficacia sexual, mi letargia y mi indiferencia, que era evidente que siempre había odiado a los hombres y que saltaba a la vista que estaba reaccionando así porque ahora había dos más en la familia. […] Antes de que me dijera eso, yo sentía una dolorosa necesidad de explicarle, de hacerle ver realmente, y tal vez conseguir que comprendiera, que el deseo de tener una hija estaba relacionado con muchas otras cosas. Cosas que podría dar a una hija pero no a un hijo, compensando las insuficiencias, las ausencias, la indiferencia de mi madre; cosas especiales que tenía para dárselas a una niñita.

Pero esa niñita que no pudo ser es, al mismo tiempo, ella misma. La no-hija no es solo la que no nació sino aquella que tuvo una no-madre. Entonces maternidad e infancia se entretejen hasta la maraña:

Ahora tenía la sensación de vivir totalmente inmersa en mi propia cabeza, alimentándome solo de recuerdos. Pero no de recuerdos recientes, sino muy, muy antiguos. Todos mis recuerdos se referían ahora a mi infancia, a cosas que ni siquiera sabía que recordaba, tantos recuerdos de cuando era niña. Era como si una niñita, por un grotesco accidente de la naturaleza, se hubiera encontrado convertida en la madre de dos niños pequeños.

La normalización del machismo

Una cosa queda clara: que ella tiene que atender a sus hijos y a la casa y David, su marido, a su profesión y a sus deseos. Que ella tiene que atenderlo y satisfacerlo. Procurar el orden familiar y doméstico. Y él afuera de casa y a su profesión.

[…] yo lavaba ropa, hacía las camas e iba a la compra. Me sentía culpable por haber tenido abandonado a David últimamente, por lo que compré todos los ingredientes para hacer un estofado de cerdo agridulce esa noche.

O al grano:

Él nunca se quedaba en casa a menos que realmente no quisiera salir. Nunca había perdido su libertad como la había perdido yo.

La función servil de la mujer:

David se despertó tarde y con una fuerte resaca […]. Le preparé una gran jarra de café antes de salir de compras. No fue un gesto cariñoso, solo mi antigua formación instintiva de enfermera. […] Le di un par de aspirinas y me llevé a los niños para darle tiempo a recuperarse por completo.

Pero la pérdida de la libertad no es solo no poder salir de casa porque hay que atender a las tareas domésticas o no poder desempeñarse en la profesión porque la maternidad exige renunciar al trabajo, como le pasa a esta narradora. La pérdida de la libertad también está en no poder disponer del cuerpo propio (sí, otra vez el cuerpo) tal como es porque la sociedad exige a la mujer, mucho más que al hombre, ser de otra manera:

Detestaba las fotografías de esas mujeres estereotipadas creadas por los hombres de la prensa, probablemente porque yo ya nunca volvería a ser así y sentía una dolorosa añoranza ante la idea de estar perdiendo algo que, de todos modos, en realidad nunca había deseado. Hubo una época en que yo también tenía las tetas bonitas y el pelo lustroso y las caderas estrechas, pero ¿y qué? Todo eso no me había servido de gran cosa.

Sin embargo, en esta novela la función servil de ella en lo doméstico queda eclipsada por las obligaciones sexuales que este matrimonio le supone, y aquí, mucho más que en lo que refleja la cita anterior, es donde el cuerpo está en una verdadera jaula cuya responsable es la sociedad patriarcal, el machismo y todas sus consecuencias ya mencionadas en términos de cosa y función.

Estuve considerando la posibilidad de bañarme, ante la duda de si David exigiría sus derechos conyugales y me haría sentir sucia otra vez. Opté por lavarme. David era un practicante bastante entusiasta del ritual de la exaltación del pene de la noche del sábado. Seguramente millones de mujeres eran violadas en nombre del amor conyugal en todo el país las noches de sábado.

La locura y la institución

No hay lugar para la clase de sentimientos de esta narradora, y menos para expresarlos. Hacerlo supone consecuencias, supone una condena. No puede decir que no desea tal cosa o que no siente nada; no hay lugar en esa sociedad para poner en duda o enfrentar el orden establecido. David, su marido, se da cuenta de que ella está mal y cree que la solución pasa por una ayuda profesional: le pide que vaya al psiquiatra. Es decir, David interpreta el malestar de ella como locura. Al mismo tiempo, es cierto que ella misma nota que es tal el desencuentro entre ambos, tan diferentes los razonamientos y las razones, que alguno tiene que estar fuera de la realidad:

Uno de los dos tenía que estar loco, y no creo que David pensara que era él.

El capítulo V es la visita de ella al psiquiatra, amigo de David. Un capítulo cargado de ironía y sarcasmo donde el médico es burlado por la narración de ella hasta convertirlo en un ser inhumano, y no sin razones:

Ya desinflado, volvió a colocar los dedos en la posición de “esta es la capilla” y reanudamos nuestros respectivos silencios. Yo sabía que debía marcharme sin más, pero la curiosidad fue más fuerte. Entonces él tosió y se tapó la boca de pescado con un blanco dedo desnervado. La tos se transformó en un bostezo y sus ojos se humedecieron una pizca. Me sorprendió verle excretar un fluido corporal.

Durante el resto de los capítulos creemos que la historia se ha librado de este personaje repugnante, que por suerte no volveremos a saber nada de él. Sin embargo, el final, que es absolutamente sorprendente, nos da un mazazo y nos devuelve “orden” e “institución” con la peor de las violencias:

[…] de pronto me encontré mirando cara a cara a David y al doctor McCoy y los dos me sonreían. […] luego los empleados de la ambulancia me condujeron hacia la luz azul y alguien apartó a los niños de mi lado, y sus gritos todavía resuenan a través de mis noches.

Las puertas se cerraron de golpe y se apagaron las luces y yo era la persona que se llevaban. Y nadie había dicho ni una palabra. Y mis niños gritando.

La internan en un loquero, la medican, la desarman, la destruyen. Y entonces las tijeras. Aparece ese elemento, pero ya no son las pequeñas de su costurero sino unas grandes. Y sin embargo puede que no sea el fin, puede que todavía el dolor dure para siempre. Puede que en esta novela no haya muertes sino soledades eternas.

La intertextualidad

La narradora le pone a su segundo hijo el nombre de Orlando en homenaje a Virginia Woolf. Cuando va a visitar al psiquiatra a su consultorio, se burla de él mencionando esta obra e insinuando que seguramente él ni sepa de qué le habla. Si está sola y carece de todo (hasta de sentimientos, según indica la “nada” del comienzo de la novela), de lo que no carece es de conocimientos literarios. Es una gran lectora y sus lecturas parecen ser (junto al costurero) todo su tesoro, su refugio.

Lee a Hermann Hesse, lee a Virginia Woolf y lee a Elizabeth Smart, concretamente su novela En Grand Central Station me senté y lloré, una novela profundamente dolorosa donde la narradora está tan herida como la narradora de No, mamá, no y su vida es agonía. Ama a un hombre que no le corresponde porque está casado, y espera un hijo de él. Esa espera es un castigo, no es dulce; es problemática, es vergonzosa, es terrible. Dice la narradora de Smart:

La cabecita se aprieta contra mi vejiga. Es nuestro hijo. Es la recompensa del amor. Por eso bebo leche y cierro los oídos al estrépito del desastre y la furia del cotilleo y el estruendo de la guerra. Escucho a Mozart, hago ramos de flores primaverales, me paseo tomando el sol.

El niño rezuma paz, pero no puede disipar la soledad. Pasa el tiempo, pero la soledad crece más que el niño.

Y a pesar del dolor y de la repulsión, hay encuentro entre madre e hijo. Hay también en la narradora de Bargate un gesto hacia la criatura; ella viste a sus hijos de niñas y ahí puede amarlos, amarlas. Hay tranquilidad, hay contemplación y hay cuidado y ternura cuando quita el atuendo masculino, cuando les pone el femenino, cuando vuelve a vestirlos de lo que son. Hay en ella pesadillas cuando lo único que resuena son sus hijos gritando.

Y entonces ella lee en Smart:

Voy a tener un hijo, y por lo tanto todos mis sueños son de agua. Desde la otra orilla, un fantasma me hace señas, el fantasma de una calamidad a punto de cumplirse. Pero esta noche, el niño reposa en mí como una isla predestinada, la única isla de todos los mares.

 

 

 

 

 

Fuente de la información:

https://clavedelibros.com/no-mama-no-verity-bargate/

 

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