Publicado: 30 septiembre 2020 a las 11:00 pm
Categorías: Arte y cultura / Literatura
Para hacer una trenza se necesitan tres parte que se irán entretejiendo alternativamente. Natalia Ginzburg (1916 – 1991) escribió varias obras entre los años cuarenta y setenta. Pero este artículo se propone trabajar, más bien trenzar, con tres de esas obras, publicadas de manera consecutiva. Me refiero a Las palabras de la noche (1961), Las pequeñas virtudes (1962) y Léxico familiar (1963). Léxico, virtudes y palabras: tres elementos para esta trenza que parecieran dejar de referirse a una parte de alguno de sus títulos para señalar directamente a ella, al valor literario de esta gran autora.
Dos de estas tres obras mencionadas tienen en común el hecho de trabajar con mucho material propio de la no-ficción. Me refiero a Las pequeñas virtudes y a Léxico familiar. Al mismo tiempo, de Léxico familiar y de Las palabras de la noche podemos afirmar que se trata de novelas en ambos casos; mientras que Las pequeñas virtudes es un libro que reúne ensayos breves que la escritora había ya publicado en periódicos o revistas. Los primeros ensayos que nos ofrece Las pequeñas virtudes, más que los de la segunda parte, guardan una estrecha relación con Léxico familiar en cuanto a los temas que ambas obras abordan: la guerra, sobre todo; la presencia de la figura de Cesare Pavese; el exilio y el pueblo para el exilio; el mundo editorial y laboral, y los vínculos afectivo-intelectuales. Las palabras de la noche, por su parte, se cruza muy bien con Léxico familiar en tanto ambas retratan la vida familiar y de pueblo; los códigos léxicos que se establecen al interior del hogar; las pequeñas cosas cotidianas (casi como pequeñas virtudes) que hacen a una vida ordinaria con problemáticas mundanas aun en medio de situaciones límite. El sentido del humor, también, trabajado desde lo familiar, abunda en ambas. Y el relato doméstico, muchas veces en forma de chisme, es una constante en las tres y una, no pequeña, sino enorme virtud de esta autora el modo cómo lo trabaja.
De esta manera, una lectura consecutiva de las tres obras puede invitar a este entretejido o trenzado, nunca tirado de los pelos, sino por el contrario, bastante evidente y justificado. Vayamos por temas.
Léxico familiar, que es una novela autobiográfica, cuenta mucho acerca de cómo la propia Natalia, pero también los miembros de su familia, vivieron o sufrieron la guerra. Exilios, persecuciones, muertes, pero también negación, imprudencias, desconocimiento. Este es un fragmento de ese libro, y se refiere a ella y a su marido durante las invasiones:
Cuando la invasión de Bélgica nosotros estábamos asustados, pero aún confiábamos en que el avance alemán se detuviera; y por la noche escuchábamos la radio francesa, esperando siempre alguna noticia tranquilizadora. Nuestra angustia aumentaba a medida que los alemanes avanzaban. Por la noche venían a casa Pavese y Rognetta, un amigo nuestro al que entonces veíamos a menudo. […] Rognetta decía que Alemania invadiría dentro de poco no sólo Francia e Italia, sino todo el mundo, por lo cual en él no quedaría ni un palmo de tierra donde sobrevivir.
En «El hijo del hombre», el primer texto de la segunda parte de Las pequeñas virtudes:
Para algunos, la guerra empezó sólo con la guerra, con las casas derrumbadas y los alemanes, pero para otros empezó antes, durante los primeros años del fascismo, y así, esa sensación de inseguridad y de continuo peligro es todavía más grande. El peligro, la sensación de tener que esconderse, la sensación de tener que dejar de repente el calor de la cama y de las casas, para muchos de nosotros empezó hace muchos años. Se insinuó en las distracciones juveniles, nos siguió hasta los pupitres de la escuela y nos enseñó a ver enemigos en todas partes.
Y en Las palabras de noche:
Durante la guerra nos evacuaron primero a Castello, y luego a Castel Piccolo, por miedo a que bombardearan el pueblo, por culpa de la fábrica. En Castello mi madre tenía pollos, pavos y conejos. Incluso había preparado una colmena. Pero debía tener algún defecto, porque las abejas se murieron todas, con la nieve.
El exilio, como consecuencia nefasta de la guerra, está presente en todas las obras que estamos trenzando. La última cita de Las palabras de la noche se refiere a él. En Léxico familiar y en Las pequeñas virtudes aparece mucho más el tema. Veamos sendos ejemplos:
Un sábado Mario no vino de Ivrea, y tampoco apareció el domingo, pero mi madre no se preocupó, porque otras veces tampoco había venido. Pensó que se habría ido a Suiza a ver a aquella amante suya tan delgada. El lunes por la mañana vinieron Gino y Piera a decirnos que Mario había sido detenido con un amigo suyo en la frontera suiza. […] Mario ya había hecho bastantes viajes con Sion Segre entre Italia y Suiza para traer propaganda, y siempre le había salido bien. De ese modo se había ido confiando y llenando cada vez más el coche de propaganda y de periódicos, olvidando cualquier norma de prudencia. Cuando se tiró al río un policía desenfundó la pistola, pero otro le gritó que no disparase. Mario le debía la vida a este último. […] Pero mi padre estaba feliz de tener un hijo conspirador. No se lo esperaba, pues nunca había pensado que Mario pudiera ser un antifascista. […] Ahora Mario se había convertido en un famoso exiliado político. […] De cómo había vivido Mario durante esos años nos fuimos enterando por a poco […]. Durante el avance alemán se hallaba en París […]. Los alemanes avanzaban día a día, y Mario le dijo a Cafi que había que abandonar París, pero éste tenía un pie enfermo y no quería moverse. […] Por fin Mario convenció a Cafi de que se fuera. Dejaron París a pie, cuando los alemanes estaban ya a un kilómetro y era imposible encontrar un medio de transporte. […] avanzaban con una lentitud exasperante.
Y en «Invierno en los Abruzos» (Las pequeñas virtudes):
Yo les hablaba a los niños de nuestra ciudad. Eran muy pequeños cuando la dejamos, y no tenían de ella recuerdo alguno. Yo les decía que allá las casas tenían muchos pisos, que había muchas casas y muchas calles y muchas tiendas bonitas. […] El final del invierno despertaba en nosotros una especie de inquietud. Quizá alguien vendría a visitarnos: quizá por fin ocurriera algo. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez.
Natalia Ginzburg, junto a su marido, Leone Ginzburg, pasa su exilio en Abruzzo. Sobre esta experiencia trata el primer ensayo de Las pequeñas virtudes, llamado «Invierno en los Abruzos», recién citado. Pero también hay referencias a este momento dramático (aunque ella sea capaz de hablar de felicidad) en Léxico familiar:
Cuando Leone y yo vivíamos en el confinamiento, en Abruzzo, a mi madre le gustaba mucho venir a vernos. […] Cuando venía a vernos dormía en el hotel, pues en nuestra casa no había sitio. Era el único hotel del pueblo, y consistía en algunas habitaciones agrupadas en torno a una cocina, una parra, un huerto y una terraza; por la parte de atrás daba a los campos y a unas colinas bajas y desnudas azotadas por el viento. […] solíamos pasar los días en aquella cocina y en aquella terraza. […] Mi madre, lo mismo que nosotros, se había aprendido los apodos que solían dar en el pueblo a los confinados y a los paisanos. Los confinados eran muchos, y los había ricos y pobrísimos. Los ricos […] hacían la misma vida que los pobres y se sentaban unas veces en la cocina o en la terraza […] Después llegó el 25 de julio, y Leone dejó el confinamiento y se fue a Roma. Yo me quedé todavía allí. […] Me marché del pueblo el 1 de noviembre. Había recibido una carta de Leone […] en la cual me decía que abandonara el pueblo inmediatamente, porque allí era difícil esconderse y los alemanes nos identificarían y nos llevarían a otra parte. […] Al llegar a Roma respiré, y pensé que comenzaría una época feliz para nosotros.
Y en el ensayo:
Era un pueblo de albañiles, y algunas casas estaban construidas con gracia: tenían terrazas y columnitas como pequeñas villas, y sorprendía encontrar en ellas, al entrar, grandes cocinas oscuras con jamones colgados y amplios dormitorios míseros y vacíos. […] Cuando vine al pueblo del que hablo, al principio todas las caras me parecían iguales, todas las mujeres se parecían, ricas y pobres, jóvenes y viejas. […] Lo nuestro era un exilio: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. […] Mi marido murió en Roma en la cárcel de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. […] Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé.
Tanto Léxico familiar como Las pequeñas virtudes, que son, de entre los tres textos que estamos tratando, los dos que claramente trabajan con material autobiográfico, reflexionan sobre los efectos de la guerra en la creación literaria. El horror en la escritura. Casi, la obligación ética de la memoria y la palabra en el escritor. Escritores de posguerra, de eso hablan. De una generación que vio el horror y ya no puede, no quiere, callar.
Dice en «El hijo del hombre», primer ensayo de la segunda parte de Las pequeñas virtudes:
Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados. Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Así somos ahora los jóvenes, así es nuestra generación. Los que son mayores que nosotros siguen muy enamorados de la mentira, de los velos y de las máscaras con que se cubre la realidad. Nuestro lenguaje los entristece y los ofende.
Y en Léxico familiar:
La posguerra fue una época en que todos creían ser poetas, y todos pensaban ser políticos. Después de tantos años en que pareció que el mundo había quedado enmudecido, petrificado, y en que la realidad había sido observada como desde el otro lado de un cristal, en una vítrea, cristalina y muda inmovilidad, todos imaginaron que se podía y se debía hacer poesía de todo. Durante los años del fascismo, los novelistas y los poetas se habían quedado faltos de palabras, pues a su alrededor no había muchas que estuviera permitido usar […]. Durante la época del fascismo los poetas habían expresado tan sólo el mundo árido, cerrado y sibilino de los sueños. Ahora volvía a haber muchas palabras en circulación, y la realidad se ofrecía de nuevo al alcance de la mano.
Cesare Pavese fue íntimo amigo de la escritora, miembro del círculo de amigos intelectuales del que ella formaba parte. Léxico familiar y Las pequeñas virtudes cuentan el suicido del poeta.
Dice el primero:
Pavese se suicidó un verano, cuando ninguno de nosotros estaba en Turín. Había preparado y calculado las circunstancias de su muerte como alguien que prepara y dispone el transcurso de un paseo o de una velada. No le gustaba que hubiera nada imprevisto o casual en sus paseos o veladas. […] Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. […]. En el fondo no tenía ninguna causa real para suicidarse. Pero compuso varios motivos y calculó su suma con una precisión fulminante […]. Pensó incluso más allá de su vida, en nuestros días futuros, consideró cómo se comportaría la gente ante sus libros y su memoria. Observó más allá de la muerte, como los que aman la vida y no saben separarse de ella y que, aun pensando en la muerte, van imaginando no la muerte, sino la vida. Sin embargo él no amaba la vida, y aquel mirar suyo más allá de su propia muerte no era amor por la vida, sino un preparado cálculo de circunstancias, para que nada, ni siquiera después de muerto, pudiese cogerlo por sorpresa.
Y en el ensayo Retrato de un amigo, dice:
Murió en verano. […] No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero. Había imaginado su muerte en una poesía antigua, de hacía muchos, muchos años.
El chisme es un elemento literario por excelencia. Retrata el mundo doméstico, la vida de pueblo en ocasiones, y el universo femenino en otras, sobre todo en textos escritos en un época que demuestra que la mujer (burguesa generalmente) quedaba relegada a la casa, a lo doméstico, al hogar y a la conversación como uno de los pocos modos de entretenimiento, ocio y libertad. En los textos de Ginzburg, el chisme o el relato como cuento o leyenda que se sucede al interior del hogar es un elemento muy potente. Dice en «Invierno en los Abruzos», el primer ensayo de Las pequeñas virtudes:
En invierno, cuando fallecía algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a un muerto, y Domenico Orecchia, el carpintero, fabricaba el ataúd. Una mujer enloqueció; se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar durante un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que aquello le había pasado por tanta limpieza. […] A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en el ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran la indemnización. «El ojo es delicado, el escupitajo es salado», explicaba. Y también de esto se habló por algún tiempo, hasta que no quedó nada más que decir.
En Léxico familiar:
En el lenguaje de mi padre, las amigas de mi madre se llamaban «las comadres». Cuando se acercaba la hora de la cena, mi padre aullaba desde su despacho: «¡Lidia! ¡Lidia! ¿Se han ido todas las comadres?». Entonces veíamos a la última comadre deslizarse asustada por el pasillo y salir pitando por la puerta […] Durante la cena, mi padre decía a mi madre: «¿No te aburres de comadrear? ¿No te aburres de charlotear?».
Y en Las palabras de la noche:
Porque después se quedó sin voz –dijo mi madre–, se puso, del sufrimiento, como una loca, y estuvo internada en una clínica. Por allí pasaba, una vez por semana, un dentista, para ver las muelas de los enfermos. Así fue como se enamoró de ella. Tenía una boca preciosa.
–Mira por dónde hemos oído toda la historia de la hija del primo Ernesto –dijo mi padre.
–¿No te acuerdas tú de Ada? –dijo mi madre–. Hace muchos años que no la vemos, pero era una mujer guapísima.
–Esta historia –dijo mi padre– me la habréis contado millones de veces. ¿Qué le puede importar a Tommasino una persona que nunca ha visto y que no verá nunca?
–Es por tener un poco de conversación –dijo mi madre–. ¿Quieres que nos pasemos toda la noche mirándonos a los ojos? Se cuentan cosas, se habla. Se dice esto, lo otro, lo de más allá.
Los personajes de Las palabras de la noche se parecen a los de la familia de la autora, esos que retrata tan bien en Léxico familiar. Personajes que actúan en medio de la vida cotidiana, ocupándose de cuestiones como la ropa y la comida, y utilizando un léxico específico, un modo de mencionar las cosas, propio del interior de cada familia u hogar. Al respecto, merece la pena destacar este pasaje, donde la madre de Elsa, la protagonista de Las palabras de la noche, describe con sorpresa y hasta con ternura que existe alguien más que menciona de la misma manera algo, a pesar de que ella lo creía un código propio de su hogar:
–¿De manera que una de las niñas de Bottiglia se va a casar? –preguntó Tommasino.
–Ah, ¿tú también las llamas niñas? –dijo mi madre–. Creía que sólo las llamábamos así nosotros, en casa.).
Dice en Las palabras de la noche:
Cate probó gastar dinero, en vista de que tenía mucho. Se encargó algunos vestidos en la ciudad. Se encargó también un abrigo de pieles de rat musquénegro; pero no se lo ponía casi nunca, porque le parecía que le daba un aire, como decían en su casa de Borgo Martino, de vieja cangura. Una palabra que significaba, en la jerga de las hermanas, una señorona. […] Se compró, copiándoselos a Xenia, unos pantalones estrechos, de terciopelo negro. Pero Nebbia le dijo que no le sentaban bien, porque le hacían más anchas las caderas. Ella se enfadó y dijo a Vicenzino que le dijese a Nebbia que no se metiera donde no le llamaban […] Y mandaba a Pinuccia a comprar las fresas a Castel Piccolo. Pinuccia volvía, acalorada y sudorosa por la cuesta y el solazo, sin fresas, ya que se habían quedado con todas, a primera hora, los de Villa Rondine.
Y en Léxico familiar:
Mi madre compraba nuestros jerséis en Neuberg. Si un jersey era de Neuberg tenía que ser bueno y suave por fuerza, y no era posible que irritara la piel. Los jerséis los compraba en Neuberg, los abrigos se los mandaban a hacer al sastre Maccheroni y de nuestros zapatos de invierno se ocupaba mi padre, se le encargaban a un zapatero que se llamaba «el señor Castagneri» y que tenía una tienda en la calle Saluzzo. […] Mi madre odiaba el frío y por eso compraba todos aquellos jerséis en Neuberg. […] «¡Qué frío! […] ¡Qué frío hace! ¡No puedo soportar el frío!». Y me estiraba hacia abajo el jersey de Neuberg, mientras yo me debatía. «¡Toda de lana, Lidia!», decía, imitando a una antigua compañera suya de escuela.
En los tres libros, aunque en Las pequeñas virtudes con mucha más dificultad, se pueden rastrear anécdotas o escenas que retratan la familia italiana como esa institución en la que cada miembro tiene sus manías o juega un papel adquirido hace años, tanto en las acciones como en las reacciones. El tema de la enfermedad como elemento que se desea y que permite regocijarse en él es una constante en los dos libros de ficción. El resultado de este tipo de pasajes es de un humor muy fino y ácido, que la autora maneja con maestría, al tiempo que sabe reírse de su familia o de un prototipo de familia italiana.
En «Él y yo», uno de los ensayos de Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg habla de su pareja:
Es superabundante en todo: llena la bañera hasta hacerla desbordar; llena la tetera y la taza de té hasta hacerlas rebosar. Tiene un gran número de camisas y corbatas pero rara vez se compra zapatos. […] Su madre dice que de niño era un modelo de orden y precisión […] Ahora no hay en él ni rastro de aquel niño inmaculado de entonces. Sus trajes están siempre llenos de manchas. Se ha vuelto muy desordenado. Pero conserva puntillosamente todos los recibos del gas. En los cajones encuentro recibos del gas viejísimos, de casas que dejamos hace tiempo, y que él se niega a tirar.
Las palabras de la noche comienza así:
Había acompañado a mi madre al médico; volvíamos a casa […]
Dijo mi madre: –Noto como un pipo en la garganta. Al tragar, me duele.
[…]. Dijo: –[…] Ahora noto en la garganta como un sabor a vinagre. Y el nudo, no deja de dolerme.
–¿Cómo me habrá encontrado la tensión alta? Yo la he tenido siempre baja.
Dijo: –¿No tendré arterioesclerosis?
Dijo: –¿Será de fiar este nuevo médico? […] ¿Has visto qué fea es su mujer?
Dijo: –¿Pero es posible que no se pueda cambiar contigo una palabra, el milagro de una palabra, siquiera por una vez?
–¿Qué mujer? –dije.
–La mujer del médico.
–La que salió a abrir –dije– no era la mujer. Era la enfermera. La hija del sastre de Castello. ¿No la reconociste?
–¿La hija del sastre de Castello? ¡Qué fea es!
Mi madre dijo: –Ahora que el nudo en la garganta se me ha secado del todo, no va ni para arriba ni para abajo.
–Tengo la tensión alta –dijo mi madre con un poco de orgullo.
–¿Alta? –dijo la tía Ottavia […]
–Alta. No baja. Alta.
Y en Léxico familiar:
Mi madre llamaba «alquitranacia» a aquella mezcla de melancolía y sensación de soledad, unida generalmente a una indigestión. […] A veces tenía gripe y se ponía contenta, porque le parecía que la gripe era una enfermedad más noble que sus habituales indigestiones. Se tomaba la temperatura: tenía treinta y siete con cuatro.
«¿Sabes que estoy enferma? –le decía muy contenta a mi padre–. ¡Tengo treinta y siete con cuatro!».
«¿Treinta y siete con cuatro? ¡Es poco! –decía mi padre–. ¡Yo voy al laboratorio hasta con treinta y nueve!».
Mi madre decía: «¡Ya veremos esta tarde!». Pero no esperaba a la tarde, y se tomaba a cada momento la temperatura. «¡Todo el tiempo treinta y siete con cuatro, y, sin embargo, me encuentro mal!».
Entretejer las obras: todavía hay muchos más temas que se repiten entre ellas. Pero este breve panorama sirve para ver cómo se insiste en algunos temas y qué recursos, como el humor, pero también un lenguaje más lírico, le funcionan de maravilla. Tres libros imprescindibles de la gran escritora italiana del siglo XX que vale la pena seguir rastreando y trenzando hasta apretar el peinado. Un entrelazado que todavía puede ser mucho más extenso, como si de un cabello largo, muy largo, se tratara.
Fuente de la información:
https://clavedelibros.com/natalia-ginzburg-lexico-virtudes-palabras/
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