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Por: Prudencio Chacón
Maté a ese hombre. Bien merecido lo tenía, pero matar a alguien no es cosa fácil. Lo venía maquinando desde hace tiempo, desde que me enteré de que golpeaba a su mujer, mi prima y comadre. Nadie golpea a una mujer de mi familia y de mi apellido, nadie, menos ese negro.
Mi prima y comadre había enviudado hace algunos años, y de la ristra de hijos que tuvo con su marido solo le quedaba uno; los demás murieron de mengua y de enfermedades que nadie curaba en esa época y en aquellos lugares olvidados de todos. Luego se metió a vivir con ese señor, probablemente por necesidad. En esos tiempos, era raro que la gente se juntara por amor. Pero quién sabe. El negro tenía unas vaquitas en un potrero no muy lejos de su vivienda, y eso era una fortuna. Pero cobraba ese aporte a la economía familiar con frecuentes maltratos de palabra y los golpes que eran casi cotidianos. No sé cómo mi prima aguantaba esa vida. Quizás era por el niño, mi ahijado. Pero yo no iba a tolerarlo. Soy su familiar más cercano en estos reventaderos de sol.
Confieso que estuve maquinando cómo lo mataría, pero no pensé en lo que haría después. Solo tenía en mente su muerte. Tengo grabado en mi cerebro con todo detalle cómo fue el día que maté al hombre: cómo me agazapé en el camino para esperarlo, como si fuese la cacería de un venado que baja al bebedero; las emociones encontradas al verlo surgir de la curva cargando con la cántara de leche del ordeño; cómo se me barajustó el pecho cuando se detuvo por un momento al ver el brillo de los cañones de mi escopeta y quizás un breve atisbo del peligro que, sin embargo, fue tarde para escapar de su destino. Luego, el disparo, sin dudarlo. Sentí el retroceso poderoso de la culata, quizás con el mismo impulso con el que cayó el cuerpo de espaldas en el camino.
Por un momento quedé estático en mi posición. La cabeza me daba vueltas.
– “Asesiné a un hombre,” dije, creo que en voz alta. Me levanté lentamente sin quitar la vista del cuerpo tendido en la tierra del camino. No se movía.
– “Sí, está muerto. Bien hecho,” pensé, pero noté al mismo tiempo que lo expresé sin alegría.
Me recompuse y decidí rápidamente que tenía que irme de allí. Aunque el camino era solitario, el tiro debió oírse en el caserío cercano, y la gente ya se estaría preguntando si alguien había cazado una presa y habría que ir a ayudarlo para cargarla, por si era grande el animal y para compartir, con suerte, un pedazo de carne con el afortunado cazador.
Tomé el camino de regreso a casa, siguiendo las trochas que dejan las vacas, evitando el camino principal, donde acababa de ajustar cuentas. Es más largo, pero más seguro para no arriesgarme a encontrar algún vecino inoportuno. A pesar de que avancé rápido, al llegar, mi mujer me recibió con los hijiitos aferrados a sus faldas. En su mirada, pude notar que algo se había filtrado en el pueblo.
– “¿Cómo llegaron tan rápido al lugar donde dejé tirado al muerto?,” me pregunté perplejo.
Mi esposa me interrogó con la mirada, pero no hice caso. Pasé directo al cuarto, enrollé la escopeta en unos trapos y la escondí debajo de los sacos de maíz. Busqué la bolsa porsiacaso y no la conseguí; en su lugar, agarré un morral de fibra de sisal y le pedí a mi mujer que le metiera algo de comida. Azarada, le introdujo un pedazo de carne seca, un trozo de queso, un poco de papelón y unas arepas recién hechas. Me lo entregó y me lo tercié. De una vez descolgué el chinchorro, y sin capotera donde llevarlo, me lo eché al hombro con las cabuyeras colgando hacia adelante.
– “Me voy,” le dije a mi mujer como despedida y salí apresurado.
La huida
En mi casa todo era conmoción; un grupo de mujeres rodeaba a mi madre, haciendo aspavientos. Ella sobresalía del coro femenino por su tamaño y por su impavidez que contrastaba con los rostros ajados y crispados de las demás señoras. Me acerqué para escuchar lo que decían y oí que traían en un chinchorro colgado de una vara que cargaban entre dos paisanos a mi padrastro muerto de un escopetazo.
Las mujeres hablaban al mismo tiempo, contándole a mi madre cómo lo habían encontrado, el modo que estaba tirado en el camino, quienes lo consiguieron y otras menudencias que rayaban en lo morboso. Algunas lloraban, limpiándose las lágrimas y los mocos con viejos y sucios trapos.
En ese momento, escuché un suave silbido que reconocí al instante. Así me llamaba mi padrino, quien solía traerme un trozo de papelón o invitarme a su conuco como compañero de faenas. Siempre venía por la puerta trasera del patio. Así reducía la posibilidad de que por eventualidad se consiguiera con “el negro ese” como le solía decir a mi padrastro. Compartíamos el mismo odio hacia ese hombre.
– “Coja su chinchorro y algo de bastimento, nos vamos pa’l monte” me dijo mi padrino sin más explicaciones.
Obedecí rápidamente y sin preguntar, busqué lo que se me dijo y salí por el patio con mi morral, sin avisar a mi madre, que aún estaba rodeada por las plañideras. Mi padrino me esperaba donde siempre y juntos nos dirigimos al monte.
No tendría el gusto de ver llegar el cadáver del aborrecido ser.
En el monte
Recogí a mi ahijado antes de que llegara el cuerpo del muerto. Ese muchacho es de mi casta y muy apegado a mí, por lo que pensé que era la mejor opción para acompañarme en la huida. Debía hacerlo, ya todo el mundo en este pueblucho de chismosos debe imaginar que fui yo el asesino. Muchas veces en la pulpería, tomando cervezas calientes, dije que lo mataría. La gente pensaría que eran cosas de borracho, pero hablaba en serio. Además, saben que a los de mi familia no se les agua el guarapo cuando se trata de despachar a alguien molesto para el otro mundo.
El único policía del pueblo con seguridad me buscaría en mi casa por orden del vicioso jefe civil. Pero no la tendría fácil el pobre policiíta, enclenque, palúdico y asustado. Al no encontrarme allí, deducirían sin duda, que fui yo el asesino y ahí sí que me mandarían detrás una jauría de voluntarios, algunos no tanto, y otros por ver la oportunidad de cobrarme algún agravio.
Tenía que huir al monte, al otro lado del río que marcaba la jurisdicción del cantón vecino donde estos infelices no podrán arrestarme en caso de que me vean. En ese territorio campea mi familia, encabezada por mi hermana que allí controla jueces, policías y autoridades a fuerza de riqueza y matonerías. Teníamos que darnos tiempo para que ella se ocupara del asunto hasta que se olvidara. Ya mi prima, a la que hice viuda, debe estar mandándole un telegrama; igual lo habrá hecho el barrigón jefe civil a sus colegas vecinos con las novedades del caso. Ya saben que la fuga será cruzando el río para evitar su autoridad.
– “Vámonos para el otro lado del río”-, le dije al muchacho y comenzamos a caminar en su dirección por las afueras del poblado, ocultándonos cuando venía alguien u oíamos voces. Al pasar el peligro, continuamos el camino hasta llegar al casi seco riachuelo que cruzamos por la parte más boscosa.
Teníamos que alejarnos lo más posible del pueblo; tomamos una trocha casi paralela a la vía de agua, poco distinguible del resto del monte, buena señal de que era de muy escaso tránsito.
Para que llegara la policía del otro cantón, pasaría al menos un día si venían en carro o dos si venían en mula, tiempo suficiente para armar campamento lejos y bien oculto.
– “Apúrese mijo, que nos agarre la noche lejos de esta vaina,” le dije a mi ahijado. Y aceleramos la marcha.
Persecución
Mi padrino me arreaba para que le siguiera el paso. Ya íbamos sudados cuando apenas habíamos comenzado la marcha a través del monte. En medio de la trocha estaba un árbol caído que mi padrino quiso pasar; alzó la pierna y el pie se deslizó por las cabuyeras del chichorro que cargaba suelto, se enredó y cayó de bruces al otro lado del tronco. Mi primera reacción fue la de reírme, pero me contuve a tiempo; conocía bien su carácter. Seguro me daba un tiro, o al menos un coscorrón. Se levantó maldiciendo con palabrotas que nunca había escuchado a mi corta edad.
– “Maldito sea el diablo cada vez que respire pa’dentro y pa’fuera,” frase que se me quedó grabada indeleble. Les contaba a mis hijos el suceso, viejo ya, y me reía contenidamente, todavía con temor al coscorrón de mi padrino, el asesino, ya hace tiempo desaparecido.
Levantamos campamento esa noche en un mogote, no encendimos candela y nos comimos parte de lo que traíamos en los morrales tal cual como venía, acompañado del agua turbia del rio que nos quedaba cerca. Colgamos los chinchorros y entre el calor y los zancudos mal pasamos esa primera noche de nuestra fuga, a la que fui arrastrado por acompañar a mi padrino y por solidaridad. Me sentía partícipe del asesinato, aunque fuese en pensamiento.
En la mañana siguiente, comimos otra menguada ración y seguimos la marcha alejándonos cada vez más del poblado, rumbeando para acercarnos a la capital del cantón, refugio seguro de mi padrino. No habíamos avanzado una hora cuando oímos ruidos de personas. Creo que hablaban duro para alertarnos, quizás no querían encontrarse con semejante asesino. En todo caso, mi padrino ordenaba que me subiera a un árbol y tratara de ver por dónde venían. Si estaban relativamente cerca, él moneaba también. En una ocasión pasó la comisión por debajo del árbol donde estábamos montados, sin vernos. Andaban pendientes del camino. Cuando se alejaron, bajamos y nos fuimos en sentido contrario.
Ya al tercer día, las picadas de zancudos, el hambre y la sed comenzaron a hacer flaquear mi determinación.
Le pregunté a mi padrino cándidamente:
– ¿Hasta cuándo vamos a estar en este monte?
Me miró de una forma que me dio a entender que no esperara respuesta, y seguí caminando.
Evocación
El muchacho y yo cogimos el monte y rumbeamos a lo largo del rio. Me sorprendió la rapidez con la que llegó la comisión de policías del cantón vecino. Varias veces estuvieron muy cerca de nosotros. En algún momento, tuvimos que trepar a los árboles para que pasaran sin vernos.
Me da pena con mi ahijado, el pobre, quien no tiene culpa de este asunto. Se ha portado bien, sin quejarse y se encarama en los árboles con rapidez para vigilar por dónde andan los esbirros. Sin embargo, hemos pasado ya cuatro días en este montarascal y el zancudaje nos atormenta, sin mencionar la poca comida y el agua barrosa del río.
Finalmente, decidí liberar a mi ahijado de mi compañía un tanto forzosa. Ya notaba que estaba agotado y, en algún momento, me hizo una pregunta que evidenciaba su cansancio. Nos acercamos más a la ribera del río, buscamos un vado y le indiqué que cruzara y se fuera a su casa. Su mamá debe estar preocupada por su ausencia, y más ahora que ha quedado sin su maltratador marido y además sin saber dónde está su hijo, aunque estoy seguro que debe imaginarlo. Le di indicaciones precisas para que no se extraviara y, tras pedirme la bendición, se fue apuradito con rostro aliviado.
Yo continué rumbo al hato de mi hermana, cerca de la capital del cantón, siguiendo derroteros escondidos y pidiendo comida y agua en las casas aisladas que encontraba. Allá estaría seguro hasta que mi familia arreglara este asunto.
Han pasado muchos años desde entonces. Mi familia, como es costumbre, arregló todo con dinero, amenazas y la fuerza del apellido. Ahora, en el fresco corredor de la vivienda solariega del hato, me recuesto en una silla de cuero con una taza de café fuerte y dulce en la mano, mientras veo la tarde dar paso a la noche y los recuerdos me inundan en la medida que la oscuridad crece.
Como cada día de mi vida, evoco el día en que maté al hombre. Sigo pensando que se lo merecía. Revivo, como si pasara una a una las páginas de un libro, cada escena, cada movimiento y cada pensamiento que tuve ese día. No es fácil matar a un hombre.
Por el resto de mi existencia, volveré a ver en mi memoria la prieta cara del hombre, distinguiendo receloso el brillo metálico de la escopeta que yo sostenía, y que sería el instrumento de su muerte y mi venganza.
Altos de El Peñón, Baruta, 22 de abril de 2023
Acerca del autor: Originario de Venezuela. Biólogo de la Universidad Central de
Venezuela. Doctor en Biología por la Sorbonne Université de París, Francia.
Prof. Titular de la UNESR y ex – Rector de la Universidad Bolivariana de
Venezuela.
Email: prudencio58@gmail.com
Fuente: https://www.redgfu.org/mundial/images/editorial/Revista-Coplanet-No-14-Segunda-Epoca-jun23.pdf
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