Azorín en el noucentisme: Las lecturas críticas (1915-1917) de Alexandre Plana

Publicado: 23 noviembre 2020 a las 11:30 pm

Categorías: Literatura

POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

El 29 de enero de 1915 aparece el primer número del semanario España. Abre dicho número, un artículo sin firma que es de la cosecha orteguiana. En esta carta de intenciones, Ortega apuesta por la esperanza en una nación que, vertebrada con «una solidaridad en ciertos principios», sea capaz de desterrar «los valores desprestigiados que corrompen nuestra vida colectiva» y, al mismo tiempo, al aire de «una rebeldía constructora», forje otra España, una España nueva, de limpios raudales de patriotismo. Por ello, Ortega solicita todos aquellos esfuerzos nacionales que confluyan en estos quehaceres: «Se publica en Madrid nuestro semanario, pero será escrito en toda la nación. No es, para nosotros, Madrid el centro moral del país. Por cada pueblo, por cada campiña pasa, a cierta hora del año, el eje nacional. Solicitamos, pues —sin ella nada haríamos—, la colaboración de cuantos aspiran a una España mejor».

España y Ortega invitaban al diálogo nacional. El ademán orteguiano —nacido del enojo— se proyectaba en una actitud, radicalmente opuesta a la impasibilidad, ofreciendo un cauce de discusión y de construcción nacionales. De los varios y numerosos interlocutores que la carta de intenciones de España tuvo en el momento de su aparición, quiero atender a dos reflexiones barcelonesas y catalanas procedentes de las filas del noucentisme, el proyecto cultural y político (en la medida que existe un pacto entre los agentes culturales y el poder político) que quería para Cataluña —para Barcelona— un compromiso con la modernidad. Reflexiones que se producen cuando el noucentisme conoce su cénit, tal como atestiguan diversos datos: la constitución de la Mancomunitat de Catalunya (1914) gracias a la decisiva personalidad de Prat de la Riba; la apertura de la Biblioteca de Catalunya (1914), cuya vocación prolonga el sentido que tuvo inicialmente (1907) como biblioteca del Institut d’Estudis Catalans; la creación de la Escola Superior de Bibliotecàries (1915) con Eugeni d’Ors como rector de la empresa y de inmediato como director del Departament d’Educació Superior del Consell de Pedagogia; la aparición de las revistas Revista Nova (1914-1917) y La Revista (1915-1936); y la consagración normativa de los criterios estéticos del noucentisme desde el estudio Les tendencies actuals de la poesia catalana, que Alexandre Plana escribe como introito de la canónica Antologia de poetes catalans modernes (1914), donde se establece el eje Verdaguer-Maragall-Carner como la vía vertebradora de la recuperación cultural de Cataluña.

De las reflexiones barcelonesas ante la aparición de España una es sustancialmente conocida: la de Eugeni d’Ors, especialmente desde el minucioso y algo sesgado análisis del profesor Cacho Viu en su libro Revisión de Eugenio d’Ors (1902-1930). La otra reflexión —todavía olvidada por los estudiosos de las culturas española y catalana— procede de la pluma de Alexandre Plana, un intelectual noucentista de singular importancia para el mundo catalán y también para el universo de las letras y el pensamiento españoles durante la Gran Guerra (1914-1918). Eugeni d’Ors utilizó su habitual tribuna de La Veu de Catalunya para referirse a España en la «glosa» correspondiente al 30 de enero de 1915. Alexandre Plana lo hizo desde La Vanguardia, en la que también era ya habitual sección de su pluma, «Las ideas y el libro», correspondiente al 13 de febrero de 1915.

¿Quién era Alexandre Plana? Alexandre Plana (Lérida, 1889-Banyuls, 1940), quien, sin embargo era «un empordanés en profunditat» según testimonio de Josep Pla, cursó los estudios de Derecho en la Universidad de Barcelona, donde obtuvo el título de licenciado en 1910. Dichos estudios le permitirían a partir de 1915 desempeñar el cargo de secretario de la Unión Industrial Metalúrgica, y vivir de modo independiente y desahogado, si atendemos a los recuerdos de Rossend Llates, pero a la vez le comportó —a tenor de la memoria de Pla— «molts mals de cap i li amargà la vida», porque, en realidad, su auténtica vocación era la literatura, con un arco muy amplio, que iba desde su sólida voluntad de ser poeta a sus más que notables dotes de prosista, pasando por sus sucesivos quehaceres de crítico literario, artístico, cinematográfico y musical.

Sus labores críticas se iniciaron en 1910 en El Poble Català, donde publicó regularmente revistas de teatros, a la par que artículos de naturaleza política, cultural y literaria. En la primera carta a don Miguel (8-VI-1914) le confiesa: «En las columnas de El Poble Català, el periódico de la izquierda nacionalista, donde me habían confiado la crítica teatral (cuando el teatro me tenía sin cuidado; y pensando tal vez que con el roce nace la vocación a veces) empecé a hablar de los libros de mis amigos, y así poco a poco me hallé con que éstos me tenían por crítico».

Lluis Nicolau d’Olwer en su tomo de memorias, Caliu. Records de mestres i amics (1958), le evoca así:

Alexandre Plana comença la seva vida d’escriptor en El Poble Català, recentment convertit en diari sota la direcció de Pere Coromines. Allà s’aplegaven, abans del «pacte de Sant Gervasi», les signatures més prestigioses dels escriptors i politics d’esquerra: Pous i Pagès, Rovira i Virgili, Prudenci Bertrana, Gabriel Alomar, Màrius Aguilar, Dídac Ruiz, etc. Per aquella redacció del diari catalanista republicà passaren també Claudi Ametlla, Xavier Gambús, Noguer i Comet, Rafael Campalans, Manuel Reventós, Carles Soldevila. Al Poble Català rep Alexandre Plana d’una manera especial l’influència política de Rovira i Virgili, vingut a la causa nacionalista pel camí del federalisme. No ha de sorprendre doncs que el primer llibre del nostre amic hagi estat un estudi sobre Les idees polítiques de Valentí Almirall, publicat l’any 1913

 

Los trabajos de El Poble Català definen a Plana como un liberal radical, fervoroso partidario de los ideales de democracia y de justicia social, en el marco de unas inflexibles convicciones que tienen como eje vertebrador el respeto de los derechos de cada uno de los pueblos ibéricos. Josep Pla, a quien Plana apadrinó en sus primeros pasos de periodista en La Publicidad a fines de la segunda década del siglo y hacia quien volcó su latente homosexualidad (El quadern gris ofrece puntual información), le recuerda en uno de sus magistrales Retrats de passaport (1970) como «un home literalment pastat en les idees de llibertat, de negociació i de convivencia»

Precisamente coincide su salida de El Poble Català con la publicación de la Antologia de poetes catalans moderns y con su paso a las columnas de La Vanguardia, donde en la sección «Las ideas y el libro» mantuvo informado (información acompañada del juicio crítico y estético) al mundo barcelonés, entre 1914 y 1918, de las novedades literarias españolas: Rubén, Unamuno, Baroja, Azorín, Valle Inclán, Ortega, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Moreno Villa, etcétera. La insólita calidad y el pulcro rigor de sus trabajos le acreditan como eslabón imprescindible en la historia de la crítica literaria española de la segunda década del siglo xx.

El primer artículo de la serie es un análisis de la obra de Gabriel Miró, Del huerto provinciano, que se publicó el 12 de junio. Cuatro días antes, Plana le expuso a Unamuno en la carta ya citada el propósito que le habría de guiar:

Así yo, que soy un don nadie —y sólo porque me levanto un poco sobre el nivel de horrible incomprensión de nuestra prensa— voy a intentar hacer algo desde las columnas de La Vanguardia, donde se me ha confiado una nueva sección. De Las ideas y el libro me parece que voy a encabezarla y, en ella, me prometo hablar muchas veces de la impresión que en mi temperamento de catalán dejan las obras de la actual generación literaria castellana, o mejor, de lengua castellana.

 

Después de cuatro años —los de la Gran Guerra— de colaboración regular en el periódico de la calle Pelayo, Plana abandonó la crítica literaria y pasó a ocuparse del mundo del cine en La Publicidad. Corría el año 1920 y Lluís Nicolau d’Olwer le recuerda con propiedad: «La fina intuició periodística de Romà Jori el crida a la crítica cinematogràfica —la primera que va fer-se a Barcelona— en aquella fulla vibrant a totes les inquietuts de l’art i de la cultura, que era l’edició vespral de La Publicitat».

Los años veinte conocen sus trabajos críticos en La PublicidadLa Revista y otras publicaciones de corte noucentista. A finales de la década, desde las columnas de La Publicidad, y al comenzar los años treinta desde el importante semanario fundado por Amadeu Hurtado, Mirador, ejerció la crítica de discos. Según varios testimonios contemporáneos, Plana poseía una magnífica discoteca, que se reconoce en los brillantes comentarios firmados con el seudónimo «Discòfil». En la sección de La Publicitat, «La música en disc», el curioso lector tropezara con certeros juicios sobre la música de cámara, la sinfónica, la ópera, el jazz e, incluso, el tango, desde la perspectiva de un crítico que cree que el mundo de las grabaciones discográficas a la altura de 1930 viene determinado por una transición entre los tiempos viejos y los nuevos tiempos, cuya frontera son las grabaciones wagnerianas: «L’augment gradual de producció de discos wagnerians permet els discòfils d’esperançar en un canvi lent però segur de repertori», escribe en la sección de La Publicitat del 24 de marzo de 1929.

Sus trabajos críticos se cierran en La Vanguardia, reclamado por Gaziel —su director— para ejercer la crítica de las artes plásticas. En la sección «Arte y artistas» comentó desde 1934 las exposiciones barcelonesas, reviviendo una pasión que había producido años atrás (1920), entre otros frutos, su libro en colaboración con Pla sobre Joaquim Sunyer.

Tal y como ha recordado Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya, los últimos años de la vida de Plana fueron deplorables: «Republicà, liberal, progressista, desproveït d’una qualsevol forma de fanatisme, cregué sempre que la situació social es podia anar arreflant amb la negociació, la compensació, amb una visió moderna i europea del problema. Quant es trobà davant la Guerra Civil i la revolució, quedà como un enze, como si veiés visions».

Durante la Guerra Civil sobrevivió en París, nombrado administrador general del Museu de Catalunya. Al acabar la guerra, solo y desanimado, encontró cobijo en la familia de Sagarra. En la residencia «Ville des Mimosas», en Banyuls, murió de un infarto el 7 de mayo de 1940.

En los dominios de la crítica literaria son los años de La Vanguardia los que ofrecen el mejor abanico de juicios, análisis y comentarios. Plana entiende la crítica como un valor creador, que, no obstante, tanto en la teoría como en la práctica inquiere por el sentido íntimo de la obra analizada, para una vez desnudado, enriquecerlo. Para Plana, la comprensión de la obra artística, que el crítico lleva a cabo en su hermenéutica, conlleva la necesidad de los prejuicios del crítico:

Una crítica fría, opaca, equidistante de todos los puntos extremos es la mayor negación de la crítica. Sin ideas propias, sin temperamento personal, sin una sensibilidad trabajada, la labor crítica carece de trascendencia, es un ejercicio más en el vacío, y las palabras son voces en el viento.

 

Conviene decir que los prejuicios de Plana nacen de una cultura densa y dilatada, de un fervoroso devorador de la Nouvelle Revue Française. Buen gusto natural, lectura incesante, amplia curiosidad cosmopolita y claridad de análisis son sumandos que perfilan un punto de vista singularmente rico, riguroso en el empleo del positivismo y con contrastes amplios y oportunos. Cumple así de la mejor manera posible el acto crítico, que, tal y como escribió en un ácido comentario sobre Julio Casares y su Crítica profana, «consiste en el acto simplicísimo de añadir un predicado al sujeto de la contemplación».

II

La Vanguardia del 3 de marzo de 1967 dedicaba íntegramente su portada al fallecimiento de Azorín el día anterior: el editorial y las plumas de Julio Trenas, José Cruset, José Tarín-Iglesias, Manuel Pombo Ángulo y Juan Ramón Masoliver recordaban sus diversos perfiles y su oceánica obra literaria. Azorín era uno de mayores colaboradores en la historia de La Vanguardia: su primer artículo data del 10 de agosto de 1910 (unos días antes había cerrado sus labores en Diario de Barcelona, mantenidas desde 1905) y la colaboración final es del 7 de mayo de 1918. Más de trescientos artículos en cerca de ocho años a la vera de Miquel dels Sants Oliver y teniendo como compañeros en las columnas de la crítica literaria y cultural a Andrenio, Manuel de Montolíu y Alexandre Plana. El primer artículo trata sobre la estancia americana de Valle-Inclán y el último del discurso de Oliver, «El fet i la idea de civilització», pronunciado en el Ateneu el 23-XI-1917 y publicado en 1918. Son un botón de muestra del contenido de los artículos azorinianos en La Vanguardia: de la literatura a la política y de la cultura al pensamiento sociopolítico de corte conservador.

Azorín simultaneó sus trabajos en La Vanguardia con artículos en ABC (1905-1965, si bien con la larga interrupción de la década de los treinta) y en La Prensa de Buenos Aires (1916-1951). El maestro alicantino fraguó varias series: «Andanzas y lecturas», «Leyendo a los poetas», «Indicaciones», «Diálogo» y «Actualidad». Los dos primeros de carácter literario, mientras los restantes se ocupan además del espacio político. Junto a ellos, publicó completo el volumen Un discurso de La Cierva, en 1914; el tomo, dedicado a Antonio Machado, Un pueblecito (Riofrío de Ávila), durante 1914 y comienzos de 1915, que Josep Pla calificaría de «primoroso» al releerlo para su magistral ensayo sobre Azorín (Destino, 25-IV-1942); en las columnas de LV vio la luz en catorce entregas durante los primeros meses de 1915 el espléndido El licenciado Vidriera, que, al ser publicado por la Residencia de Estudiantes, llevaba una dedicatoria muy significativa: «A la memoria dilectísima de don Francisco Giner de los Ríos», fallecido el 18 de febrero de ese año, refrendando lo que había escrito en La Vanguardia (20-IV-1915): «¡Oh maestros queridos, maestros como don Francisco Giner, que nos habéis enseñado la serenidad espiritual, la escrupulosidad, la limpieza, la precisión! Por vosotros han llegado a nuestro espíritu los clásicos». Elogio del sentido de los clásicos y devoción intacta por el magisterio de Giner. Por último, hay que anotar que el tomo Rivas y Larra  (1916) también se fue ofreciendo a los lectores durante el año 1915 en sucesivas entregas que analizaban la razón social del Romanticismo en España, proceder que se repitió el año 1917 con El paisaje de España visto por los españoles (1917).

Ahora bien, los artículos de La Vanguardia junto con algunos otros de ABC nutren, desde 1910, la tetralogía crítica de Azorín, conformada por Lecturas españolas (1912), dedicado a la memoria de Larra, Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913), dedicado a Ortega y Gasset y Al margen de los clásicos (1915), dedicado a Juan Ramón Jiménez. Se trata de la aportación de mayor envergadura de Azorín a la crítica y a la historia literaria española. No le pasó desapercibida a Josep Pla esa magnitud en su ensayo de 1942, luego recogido en El passat imperfecte (1977): «Per què amb els fragments que Azorín ha escrit sobre tants i tants autors espanyols no es construeix finalment un Historia de la Literatura Española? L’obra seria una cosa sorprenent, merevellosa, enlluernadora». En efecto, los artículos lo son y, en este sentido, La Vanguardia fue el medio que mejor posibilitó la tarea azoriniana —paralela a la del Centro de Estudios Históricos— de defensa e ilustración de los autores clásicos castellanos, no sólo como encadenamiento de una tradición, sino como reflejo de la sensibilidad de la actualidad, dado que un clásico —Azorín dixit— está siempre dispuesto a dar cuenta de su valor, que es un valor vital.

Les ruego que me permitan un excurso. Conviene no olvidar la convergencia de varios hechos entrelazados alrededor de la creación del Centro de Estudios Históricos en 1910. La puesta en marcha de la revista Europa. Revista de Cultura Popular, nacida en febrero y muerta en mayo de 1910, y que es un prólogo con todos los requisitos para la creación de la revista política más importante del siglo xx: España. Semanario de la Vida NacionalEuropa fue la compañera cronológica del decreto de Romanones y altavoz de la conferencia de Ortega en la bilbaína Sociedad «El Sitio», titulada «La pedagogía social como programa político» (12-III-1910) y verdadero hito de la naciente generación. Europa conoció dos artículos de Ortega que anudan perfectamente su relación con la creación del Centro. En el primero, anterior al 18 de marzo de 1910, «España como posibilidad» (27-II-1910), afirma que «España es una posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España». En consonancia con sus ideas de esta fascinante etapa de su trayectoria intelectual, lee el símbolo Europa como fermento renovador que suscite la única España posible. En el segundo, «La epopeya castellana, por Ramón Menéndez Pidal» (22-V-1910), sostiene que don Ramón es un ejemplo de cómo el trabajo y la cultura segregan «una nueva alma para España, una alta espiritualidad continental». Ortega y Europa daban así la bienvenida al Centro, que debía seguir en la lucha intelectual que don Ramón había llevado a cabo en las recientes conferencias en los Estados Unidos (las que recogía el tomo reseñado por Ortega). ¿Cuáles eran los obstáculos y cuál el sentido de la ruptura que debía terminar de llevarse a cabo? La brillantez de Ortega excusa la glosa. A su juicio, el casticismo bárbaro, el celtiberismo, había impedido durante treinta años la integración española en la conciencia europea, pues:

Una hueste de almogávares eruditos tenía puestos los castros ante los desvanes del pasado nacional: daban grandes gritos inútiles de inútil admiración, celebraban luminarias que no ilustraban nada y hacían imposible el contacto inmediato, apasionado, sincero y vital de la nueva España con aquella otra España madre y matriz.

 

Contra esos castros hay que seguir la lucha iniciada por don Ramón, que debe secundar el Centro. Su finalidad y sentido: el contacto vital de la España que se está fraguando con la tradición madre, que naturalmente los trabajos y los días del Centro desvelarán, entre otros eslabones, a través de la historia de la literatura española. En Menéndez Pidal y en sus discípulos del Centro, especialmente en la sección de Filología, la de Tomás Navarro Tomás, Américo Castro, Federico de Onís, entre otros, Ortega —que participará en las tareas de la sección de Filosofía (hasta 1916)— podía encontrar respuesta a su pregunta de la conferencia, «Los problemas nacionales y la juventud», pronunciada en el Ateneo de Madrid el 15 de octubre de 1909: «Si no hemos tenido maestros, ¿dónde buscar la disciplina que es necesaria para mejorarnos?». La Junta, el Centro y las hijuelas de la Institución Libre de Enseñanza la empezaban a proporcionar.

La disciplina, en lo que atañe a la historia de la literatura española, se concretó en seguida con el inicio por parte de La Lectura de la colección de «Clásicos Castellanos» (ciento seis títulos hasta 1930), bajo la responsabilidad de las manos izquierda y derecha de don Ramón, Américo Castro y Navarro Tomás. El viejo propósito de Giner de dar a conocer la tradición literaria, porque los grandes escritores de una nación son su mismo espíritu, se materializaba con el rigor filológico y la seriedad historiográfica de la colección que nacería unos meses después del Centro.

Pero en la tarea de reconstituir la nación desde esa alta espiritualidad continental, los historiadores y los filólogos del Centro no estaban solos. Les acompañaba en esos años iniciales la ingente tarea de Azorín, desde Lecturas Españolas (1912) a Al margen de los clásicos (1915). Saludada por Ortega como la forja de un modo de entender la historia de España en consonancia con la opinión de «un grupo de jóvenes trabajadores en historia nacional» (El Imparcial, 11-VI-1912), que no podía ser otro que el del Centro de Estudios Históricos, la labor azoriniana supone una espléndida defensa de los autores clásicos, no sólo como encadenamiento de una tradición, sino como reflejo de la sensibilidad de la actualidad, dado que el clásico español y universal está siempre dispuesto a dar cuenta de su valor, que es —no podía ser de otra manera— un valor vital.

Queramos que nuestro pasado clásico sea una cosa viva, palpitante, vibrante. Veamos, en los grandes autores, reflejo de nuestra sensibilidad actual […]. Se siente con la sensibilidad que se tiene. Y ahora hay ya una porción de españoles que juzgan de los valores clásicos tal y como nosotros acabamos de exponer.

Así cerraba el maestro alicantino el «Nuevo Prefacio» para Lecturas Españolas (edición Nelson, 1915). En efecto, había una porción de españoles que leían los clásicos como una forma espiritual de patriotismo y como palpitación del relato histórico. Azorín había creado una metodología. Alexandre Plana lo explicó en La Vanguardia (18-III-1915), a propósito de Al margen de los clásicos, de modo magistral: «Su método es el de someter cada obra literaria a una valoración actual, con el fin de encontrar lo que, a través de nuestro modo de pensar y de nuestro modo de sentir, perdura todavía como algo vivo, cálido, sensible».

La mayor parte de los trabajos y los días de Azorín en La Vanguardia fraguan la cultura clásica y moderna del nacionalismo español. Josep Pla, lector incansable del alicantino, lo estampó en 1942 a propósito de la generación del 98 y Azorín: «fou un grup d’escriptors i d’artistes que sentiren profundament el nacionalisme. La seva preocupació constant fou Espanya». Tampoco se le escapó este aspecto a Gaziel, quien, al analizar en La Vanguardia (12-XII-24) el discurso de ingreso en la Academia de Azorín, advertía que Una hora de España trataba de la España castellana y dominaba en el texto la concepción tradicional, uniforme y absorbente, pero creía que en alguna de sus mejores páginas asomaba una concepción nueva, federativa y tolerante. En un artículo posterior —otoño de 1930—, Gaziel pedía al «quintaesenciador de Castilla» que volviese los ojos a la polifonía española, al creerlo capaz de esa superior empresa. La propia obra de Azorín le daba razones. En una de las entregas (La Vanguardia, 9-III-1915) de El licenciado Vidriera sostenía: «Las naciones de España: Castilla, Cataluña, Andalucía, Galicia, Vasconia. De todas guardamos en el alma un paisaje, una visión».

El periodismo literario abarca también a su amada Francia: Montaigne, Pascal, Stendhal, Merimée o Péguy son autores iluminados por el estilo de Azorín. Josep Maria de Sagarra dedicó su «Antepalco» (Destino, 29-VIII-1953) al maestro del 98. Sagarra se confiesa lector perseverante de Azorín y define con precisión su estilo: «su frase limpia y ahorrativa es un triunfo constante del sustantivo sobre la hojarasca». Oportuna para el periodismo gozoso y didáctico que ofreció desde La Vanguardia.

III

Alexandre Plana dedicó siete secciones de «Las ideas y el libro» a la obra de Azorín, entre enero de 1915 y enero de 1917. La primera y la última analizan y glosan dos libros de naturaleza política: Un discurso de la Cierva (Madrid, Renacimiento, 1914) y Parlamentarismo español (Madrid, Calleja, 1916) a los que no podemos atender aquí. Los cinco restantes tratan —dos— de Al margen de los clásicos (Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1915), libro dedicado a Juan Ramón, el mayor poeta peninsular según Plana; dos más a El licenciado Vidriera (Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1915), que Azorín dedicó a la memoria de don Francisco Giner de los Ríos; y el quinto aborda Un pueblecito. Riofrío de Ávila (Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1916), que es redundante con los anteriores en el alto justiprecio que le otorga Plana.

Desentrañemos con brevedad ese justiprecio de Plana, crítico literario, sobre Azorín, también en sus quehaceres de crítico e historiador literario, señalando, de antemano, que el crítico noucentista es siempre respetuoso con la voluntad azoriniana de vertebrar la tradición literaria que le concede permanencia nacional a España.

En primer lugar, la metodología. En diversas ocasiones Plana anota que los trabajos de Azorín tienen un procedimiento común y constante. Al analizar Un pueblecito: Riofrío de Ávila, Plana muestra como las sensaciones de Jacinto Bejarano son las de Martínez Ruiz, a la par que observa la imagen viva que el texto azoriniano ofrece de Bejarano y Riofrío, «cuando lo describe sentado ante una mesita con los pies sobre una estera de esparto, divisando por las ventanas un paisaje de invierno, un libro ante los ojos y unos melancólicos recuerdos en el alma» (La Vanguardia, 15-VI-1916). Es el mismo procedimiento de la tetralogía crítica, que Plana ha leído atentamente, aunque sólo reseñe con inusitada penetración Al margen de los clásicos:

Descubre en una frase, en unas palabras en las que otro, menos agudo, no se fijaría, el temperamento de un escritor. Adivina la trama compleja de las impresiones e influencias que motivaron aquella frase, aquellas palabras. Interpreta el pensamiento que encierran, y llega a reconstituir el momento en que se formularon. A veces en un breve párrafo se contiene el sentido de una obra entera. En una oración gramatical se contiene a veces una vibración espiritual que nos da la clave de toda la producción de un autor. En un instante se iluminan todas las obscuridades, todas las imprecisiones, todos los silencios de un libro. Una sensibilidad penetrante, despierta, activa, se orienta, se detiene un punto y se dirige derechamente a las palabras esenciales, al centro luminoso (La Vanguardia, 15-VI-1916).

En segundo lugar, Plana adivina la convergencia que Azorín desea para la historia y la crítica literaria. Por ello, subraya el perfil que Azorín concede a la historia literaria: «sujetar y verificar las obras literarias según la escala de valores actual, juzgarlas según nuestra sensibilidad» (La Vanguardia, 18-III-1915). Plana sostiene que el hecho literario tiene un triple valor: el que tiene en sí mismo, independiente de su tiempo y de cualquier apreciación posterior; el que tiene para aquel a quien la obra literaria se dirige y que depende de la sensibilidad del lector; y un valor síntesis de todas las posiciones espirituales de los hombres frente a la obra y que señala la crítica en cada período histórico. En estas coordenadas define las labores azorinianas:

El modo como una obra literaria es juzgada en este o aquel momento, en esta o aquella nación, no dice, a veces, acerca de su sensibilidad, mucho más que todos los ensayos de psicología colectiva. Gran parte de la labor continua, persistente, tenaz de Azorín, tiene este objeto, el de fijar de posición espiritual de nuestro tiempo respecto a los momentos culminantes de nuestra tradición literaria; revisar los valores establecidos; «situar» los conceptos; trabajo más difícil y eficaz que el de fijarlos (La Vanguardia, 18-III-1915).

En tercer término, Azorín es para las lecturas críticas de Plana el creador de un estilo, «que alcanza desde la disposición de las palabras a la ordenación de las ideas» (La Vanguardia, 26-V-1915). Creación de estilo que no pretende teorizar sobre los clásicos, al modo de Milà i Fontanals, sino que pretende dialogar con ellos, para revelar su sentido, el sentido que los hace actuales:

El valor definitivo de buena parte de la obra de Azorín está en haber revelado el sentido de los clásicos, mostrando como forman la capa profunda de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, un cimiento sin el cual no podría existir la literatura de ahora, pero afirmando siempre que esta capa no es la que forma la superficie actual, sino que, sobre ella, otras se han desarrollado sucesivamente (La Vanguardia, 26-IX-1915).

En efecto, Alexandre Plana dibuja en sus cinco secciones de «Las ideas y el libro» de modo nítido la nueva hermenéutica de Azorín, habilitada por un nuevo estilo, en el que la obra se lee a la luz de una valoración actual, viva, cálida, sensible.

Fuente:https://cuadernoshispanoamericanos.com/azorin-en-el-noucentisme-las-lecturas-criticas-1915-1917-de-alexandre-plana/

Fuente de la imagen: https://www.nuvol.com/llengua/vint-normes-contra-la-mala-literatura-segons-alexandre-plana-34400