Publicado: 13 diciembre 2020 a las 3:06 am
Categorías: Literatura
Después del almuerzo hubiera querido volver a casa a tomar mate al sol. A la tarde pega justo de frente en el ventanal y parece que el invierno ya se fue. Pero no, porque cruzando la avenida estaba el oficial Gerardo, con su nombre en la placa y la gorra de la PFA.
—¿Sos mayor de 18?, ¿tenés identificación?
—…
—Esto es un procedimiento policial y vas a venir como testigo a un allanamiento. Ahora te van a tomar los datos en la comisaría y…
Lo primero que dije fue que no, que no podía porque estaba apurado, que le pidiera a otro infeliz. ¿Por qué yo? Justo a dos metros pasaba un viejo que lo hubiera disfrutado. Y le dijeron, pero el tipo estaba tan sordo que pasó mirando el piso. No fue un truco, casi lo pisan los autos cruzando Rawson. También se me ocurrió decirles que iba de urgencia al médico o que tenía que pasar a buscar a mis hijos por el jardín porque la abuela estaba internada y no podía y también tenía que llevarle el medicamento que había comprado unas cuadras antes. Y entonces le mostraba una bolsa cerrada que saqué de la mochila para que me crean. Todo eso y más mientras caminaba con Gerardo que ya me había dicho que era un deber ciudadano y que blablablá y me miró con toda la patria encima y las cejas arqueadas de modo que, además de ser testigo ocasional, acaso luego me inscribiera en la división antidrogas de la zona, el departamento de la Policía Federal más respetado. Básicamente, porque se desconoce lo que hacen más que operar desmantelando cocinas y kioscos de venta directa de drogas. No están en el día a día con la gente, por eso nadie los odia tanto. Apenas se los reconoce porque van de civiles vestidos como usted y yo y andan en los autos blancos que usan los remiseros.
Estás convocado para ser testigo. Sos mayor de edad, tenés identificación, así que ahora vamos a la comisaría a que te tomen los datos. ¿Bien?
Y estuve a punto de gritar cuando Gerardo revisaba mi documento y tuve que girar para decirle que sí, que por supuesto, que estaba para servir al país y declarar contra la droga y que si quiere me alisto mañana mismo en la guarnición del ejército y me especializo en marina y ojalá cambie la ley para que todas mis hijas también formen parte del pelotón. Fuera de eso, ahora caminaba con él hasta la otra esquina.
—¿Está todo bien, oficial? —pregunté—. ¿Están haciendo controles?
—No. Y descubrite la cara —dijo de mala gana—. Estás hablando con la autoridad.
Lo primero que le veía eran las iniciales en la gorra, le sacaba una cabeza de altura. Luego, la cara podía ser cualquiera. Como la de usted o la de su tío Anselmo (ojalá tenga uno).
En la esquina se adelantaron otros dos con tres testigos. Venían caminando en línea. Parecían cuatro testigos y un entusiasta con una gorra, lo único que lo identificaba. El que estaba de civil tomó la delantera, eso lo distinguió del otro. Tenía un buzo Adidas manga larga. Saludó a Gerardo y me miró:
—Esto es un procedimiento policial. Es un allanamiento (y otra vez la misma historia heroica y el orgullo de servir al país) y estás convocado para ser testigo. Sos mayor de edad, tenés identificación, así que ahora vamos a la comisaría a que te tomen los datos. ¿Bien?
Había repetido lo mismo que Gerardo, en sus propias palabras. Luego dijo que era el subcomisario encargado de la operación. Él sí que parecía el hijo de un tío Anselmo o el canillita del kiosco de la costa. Era increíble cómo me podían decir cualquier cosa y yo tenía que mover la cabeza y decir que sí. ¡La autoridad es la autoridad! decía la abuela… si me hacés caso a mí… imaginate a la policía, querido. ¡Un día los vas a necesitar y…!
Asentí. Entonces Gerardo y Adidas se fueron sin decir nada más y yo empecé a caminar detrás de ellos, mirándolos de arriba abajo. Los otros tres venían rezagados, andaban en moto y la traían a la par.
Gerardo también era tan ordinario como cualquiera. Hasta un tío lejano (probablemente, pariente de Anselmo) se había mandado a hacer una pechera azul con las letras amarillas de la PFA, fue para una fiesta de disfraces. Y ahora yo lo estaba siguiendo, obedeciéndole como me dijo la abuela. Pero la abuela no estaba, no sabía que yo pensaba que ahora estos tipos te agarran de gil por la calle, te meten en una casa y andá a cantarle a Gardel. Los tiempos de la abuela ya pasaron, antes se confiaba en la policía. Ahora la cosa se volvió estadística, la pensás dos veces si tenés que elegir entre el chorro o el cana, para ver cuál te roba menos. Y como la imagen cayó, el presupuesto bajó y ahora está todo descuidado. Ni se molestan en comprarse una placa decente o en usar el uniforme. Quizá, si el del abuelo (que también era policía y se retiró el año pasado) les entra, lo usan. Si no hay que ir a la modista y q’esto y que l’otro. Gerardo no tenía un abuelo policía. Tenía unas Reebok negras con manchas de pintura, un jean azul, una chomba manga corta y una pechera de la PFA. Yo casi que podía tener el disfraz de súperman y hubiera sido casi lo mismo. Pero él era mamá pato, caminaba y yo lo seguía, pensando que de ninguna forma iba a entrar a ningún lugar hasta que… Y dando la vuelta a la esquina había media docena más de tipos con accesorios de la PFA. Algunos tenían las clásicas gorras, otros las pecheras, y otros andaban con llaveros largos de tela color azul, el último grito de la moda. Lo curioso fue que las mujeres sí tenían el equipo completo, incluso el peinado de la PFA: pelo recogido y pasado por la hebilla de la gorra, cayendo atado por detrás (lo decía el manual de belleza de la PFAM. La M es de mujer). Una de ellas me tomó los datos a mí y a otros cuatro testigos. En total había ocho, de los cuales poco más de tres octavos eran consumidores moderados de marihuana, el resto teníamos mochilas; y quedaba uno solo, que sería el testigo encubierto.
La seccional ocupaba un chalet típico de la ciudad. Descuidado y atestado de policías, también típico en la ciudad. Les tomó poco más de media hora identificarnos y reconocernos a todos antes de subirnos a los patrulleros.
—¿Vos sos Regazzi? —preguntó nuestro chofer.
Me demoré en contestar porque me llamó mucho la atención el parecido con el actor Michael Moore. No podía dejar de compararlo. Hice un comentario al respecto pero él no lo conocía (¡increíble!). El mayor parecido estaba en el sobrepeso. El resto era casi accesorio, como la barba y el corte de pelo.
—Suban —dijo.
Los drogadictos subieron atrás y me quedó el asiento del copiloto. En la camioneta apuré los recuerdos de las películas y la anécdota del tío, que una vez lo llevaron a una rueda de reconocimiento de sospechosos y él siempre me repite “No dejes que te miren a la cara”. El motivo era obvio, en una ciudad tan chica es fácil cruzártelos por la calle. Y, si bien no me muevo por el ambiente, la droga es como Dios; está en todas partes.
Le expliqué que no quiero andar por la calle y que piensen que soy un botón.
—¿Nos van a dar algo para cubrirnos la cara? —pregunté.
Michael se echó a reír. Íbamos en el patrullero más ostentoso de toda la policía y él no tenía ni el cinturón de seguridad puesto. Además, íbamos a más de sesenta kilómetros por hora y cruzando semáforos en rojo, motivos claros para labrar (¡término tan policial! Me encanta. Compite con el sinónimo “efectivos”, para referirse a los policías) media docena de multas. La urgencia no estaba, si no hubieran encendido la sirena (como lo hizo Michael luego, para alertar a un par de ancianos que iban por delante y a cuarenta kilómetros).
—Flaco, vos ves muchas películas.
Tenía razón. Pero mi tío también. Una vez lo apretaron dos tipos en la calle porque lo reconocieron cuando él fue a la comisaría a señalar quién era el sospechoso del robo al almacén del barrio. Desde ese entonces se deja la barba y anda casi rapado. Ahora lo paran porque parece un talibán.
Le pregunté qué pasa con eso y le expliqué que no quiero andar por la calle y que piensen que soy un botón. Me dijo que no se trata de eso. Que si todo sale bien, el tipo iba a quedar encerrado tiempo suficiente como para olvidarse de mi cara. Casi le creí, pero me volví a subir la bufanda hasta la media cara antes de llegar.
—Este es tu trabajo —dije—. Yo no quiero quedar expuesto.
Los drogadictos me apoyaron, pero no tenían voz propia. Sólo subrayaban lo que yo decía. Eran como un eco. Además, Michael tampoco es que pudiera verlos, el espejo retrovisor estaba demasiado bajo para él y su cuello obeso no le dejaba más que mirar para adelante. Recién cuando llegamos a una estación de servicio Michael se bajó y apareció por nuestra ventana.
—Bueno, acá van a ultimar detalles… —explicó.
—¿No lo tienen planeado de antes esto? —preguntó el más lúcido de los drogadictos.
—Esta parte no. Generalmente nos juntamos acá y se define.
—Ah —dijo el drogadicto.
—¿Y qué definen? —pregunté.
—… ¡Sargento! —gritó Gerardo, que bajaba de un auto remisero—. Está llegando el fiscal. Vos vas después de López.
—¿Entonces me pongo acá? —preguntó Michael.
—Sí, hacele lugar para que meta el camión.
Michael subió al patrullero y retrocedió. Cuando llegó el camión se bajaron siete tipos completamente camuflados. El camión decía “Escuadrón de Asalto PFA” y otras siglas más en letra chica.
—¿Y esos quiénes son? —pregunté.
—Ellos son el asalto.
Michael me miró de reojo. Entiendo que hubiera querido poder girar un poco más. Se mostraba interesado en responder las preguntas.
—¿Asalto? —repitió el drogadicto. No podía entender cómo la policía llevaba a cabo una actividad que él asociaba al robo.
—Son los que ingresan y aseguran el área.
—¡Aaaaaahhhh!
Michael asintió.
—¿Nosotros vamos después de ellos? —preguntó el de rastas.
—Vamos todos juntos —respondió—. Ellos entran y nosotros esperamos la señal para entrar.
—¿Van a tirar la puerta abajo? —pregunté.
—Sí…
—¡Sargento! ¡Estamos listos! —gritó Gerardo—. Llegó el juez.
Estas son cosas chicas. Cuando son operativos más grandes puede haber más peligro. Cruce de fuego, cosas así.
Los siete camuflados volvieron al camión y se dispusieron sobre los tablones de la cabina. Todos ellos tenían escopetas, excepto uno que tenía el ariete. Gerardo volvió al auto remisero y apareció una moto con dos policías más de civil. El juez andaba en un viejo Corsa de vidrios polarizados.
—¡Andando! —gritó Michael y le hizo señas de luces a López para que avanzara.
López se perdió por delante y quedamos detrás del auto del fiscal.
—Hay que tener ganas de eso —dije, refiriendo a los camuflados—. ¿Eso te toca o lo eligen voluntariamente?
—Hay que hacer un curso de asalto para eso —el drogadicto reía por la palabra asalto. Pensé que si no encontraban nada iban a encerrarlo a él, por imbécil—. Uno lo elige… también te pueden desplazar y te toca ir, qué sé yo, un año…
—¿A vos te tocó?
—En mi juventud.
Michael no parecía tan viejo. Tenía apenas cuarenta años. Pero su abuelo sí había sido policía, igual que su padre. Él debió entrar de muy joven.
—¿Y no es peligroso?
Evidentemente, había sobrevivido.
—Esto no. Estas son cosas chicas. Cuando son operativos más grandes puede haber más peligro. Cruce de fuego, cosas así.
—¿Y acá no va a haber eso? —preguntó el de rastas.
—Estos son kioscos chicos. Poca gente. Quizá tengan armas, pero no abren fuego… ¡espero! —Michael rio. Luego agregó—: En donde ven cinco monos con escopetas se entregan.
—¿Te pasó alguna vez de dispararle a alguien? —pregunté.
—Un par de veces. Dos tiroteos. Eran operativos grandes.
—¡Qué despliegue! —dije—. Es como una puesta en escena, pero de verdad. ¿Cuánto tiempo les lleva desde que empiezan a investigar hasta que les tiran la puerta abajo?
—Uno, dos meses. Depende. Este llevó dos meses porque es algo chico. Hay tres kioscos nomás.
No entendí dónde quedaba entonces un operativo de un mes…
—¿Qué vamos a allanar, tres lugares distintos? —preguntó el de rastas.
—Ustedes no. Por eso son ocho. Nosotros vamos a la casa grande. Los otros van a las más chicas. Están ahí a la vuelta.
—¿Y a qué barrio estamos yendo? —preguntó el drogadicto.
Supuse que temió que fuéramos para su casa y querría avisarle a la madre que apague el horno. Pero Michael dijo que no tenía idea, que seguía al juez. Y el juez, a su vez, seguía al remise de adelante, y así hasta el camión de asalto. El drogadicto volvió a reír con esa palabra. Estaba pasando un mal trago porque no teníamos la locación exacta. Era evidente que él, al menos, consumía.
Y era obvio que, aunque Michael supiera la locación exacta, no la diría. No podían arriesgar dos meses de investigación por la posibilidad de que se filtre información. Podían tener tanta mala suerte de que el drogadicto fuera un contacto clave y avisara a alguien para que limpiaran el lugar.
Sin embargo, se arriesgaron con nosotros. Ocho tontos agarrados al azar en la calle, de los cuales la mitad eran más sospechosos que cualquier chorro. Los otros teníamos mochilas. Yo podía tener toda una colección de huesos de bebé o más droga que los tres kioscos juntos que nadie lo hubiera notado.
Cuando estábamos llegando, el de rastas reconoció el barrio rápidamente. Dijo que vivía por la zona. El drogadicto agarró el teléfono y, por primera vez, Michael se dio vuelta. Esta vez, su cuello no parecía un problema. Finalmente era más atlético de lo que parecía. Michael frenó.
—Nada de teléfonos. Puede haber interferencias.
Por la esquina más lejana, apareció un tipo, evidentemente alterado. Tres de los policías, que habían retrocedido para custodiar la calle, lo enfrentaron y lo callaron de un disparo en el pie.
Como yo no sé nada de teléfonos, estuve de acuerdo y lo apagué. Michael me pidió que sacara una bolsa de la guantera y me hizo guardar todos los teléfonos ahí. Era mi primera tarea como cómplice policial y por la cual el drogadicto ya me estaba mirando raro. ¿Pero qué iba a hacer, ponerme en contra de la ley y desobedecer a la abuela?
Llegamos al 2 de Abril, tal como dijo el de rastas. Michael no lo contradijo, pero dieron tantas vueltas que me perdí. En una esquina de tierra se separaron los autos con los testigos y nosotros avanzamos hasta la casa principal. Era una pocilga, o un basurero, o una pocilga basurero con aspecto de estar abandonada.
El escuadrón venía con nosotros. Quizá en las otras casas tocaran el timbre…
En medio segundo, los camuflados bajaron con sus escopetas y se pusieron tres a cada lado de la puerta. Por detrás apareció el tipo del ariete y la tumbó. Entraron gritando y apuntando al aire. Michael había puesto la radio y subió el volumen. Sonaba Chopin. Extrañamente, logró distenderme un poco mientras estábamos estacionados a la mitad de la calle, un blanco perfecto. Lo primero que salió a la vereda de la casa fue un pitbull, que tenía el pecho agujereado por un fresco disparo. El drogadicto lo había escuchado y se puso de los pelos. Si un perro recibía una bala, ¿por qué él no? Luego, por la esquina más lejana, apareció un tipo, evidentemente alterado. Tres de los policías, que habían retrocedido para custodiar la calle, lo enfrentaron y lo callaron de un disparo en el pie. El tipo agarró al perro y se fue insultando por donde vino. Michael miraba alternadamente la situación y a nosotros. Yo era el único compenetrado con la música. Claro que escuché los disparos, ¿pero qué podía hacer? Al tercer disparo le sonó el Handy a Michael. López dio la orden para entrar a la casa.
Controlar la situación era discutir con la gente de la casa que, lejos de estar calmada, estaba a los gritos e insultando al juez. Sólo habían esposado al gordo charlatán y a un supuesto técnico electricista que estaba haciendo arreglos en la casa. A espaldas del gordo estaba su madre, una mujer de sesenta y largos años y pelo corto, junto a una mujer de unos veinte y no sé cuántos años. Todos estaban alterados excepto la chica, que parecía que iba a perder la pierna de tanto moverla.
Michael nos presentó con los nombres falsos que habíamos inventado antes de llegar. Yo era Plutarco, el drogadicto era Paco, el de rastas era Boby y el resto no me acuerdo.
Boby y Paco se quedaron detrás y yo avancé por el living. El charlatán fue callado innumerables veces, pero tenía la imperiosa necesidad de hablar y, al hacerlo, se contradecía. Las frases más recurrentes eran “Soy un laburante”, “estoy limpio” y “no me drogo”. ¿Qué más podía decir? Yo tampoco confesaría que dirigía una banda narco o que escondía la droga tan bien que no la encontrarían en mil años.
El tipo que venía con López, un hombre muy malhumorado y de camisa arremangada, sacó unas hojas abrochadas de una carpeta y comenzó a leerle la causa que lo implicaba, el procedimiento en el allanamiento, sus obligaciones y sus derechos. Lo último lo agregué yo. Nadie le leyó sus derechos. Pero el charlatán había anticipado que iba a elevar una denuncia a la fiscalía. Para decir algo así, uno tiene que estar en tema. Y me dio la impresión de que el charlatán tenía la pasta de haber pasado por eso en varias ocasiones. A mí me sonó cosa de gran porte, pero a nadie le importó. La madre fue la única que se avivó y dijo unas algunas cosas que dejaron mal parados a los policías, porque el fiscal hizo un gesto con la mano y salió por la puerta. Entonces todos nos quedamos mirándonos porque faltaba algo, era como un sello de alguien u otro papel. Burocracia.
—Veo que está en el tema, señora —dijo un tipo que, al presentarse, lo hizo como “El cabo Coba”.
—Son años de lidiar con la policía corrupta —y la señora remarcó la última palabra con un énfasis muy atinado—. Acá el que no corre vuela. Y es más —agregó—, yo voy a pasar a revisar con ustedes, no sea cosa que planten algo raro.
—No, señora… No hable pavadas —dijo Michael—. Para eso están los testigos. ¿Cierto, Boby?
Boby asintió, igual que Paco. Yo también lo hice.
—¿Y quiénes son ellos? —dijo el charlatán—. No los conozco, no los conozco.
El charlatán se vio muy alterado por nuestra presencia.
—No, no los conoce —agregó la madre—. Ni yo…
—Son testigos de la calle —dijo el fiscal, que ya estaba de vuelta y con el sello que faltaba para mostrárselo a la señora, así se callaba de una vez —. Es la idea, que no los conozcas.
Todos nosotros estábamos en el medio, acurrucados como rebaño, a la espera de que el tipo pudiera despistarnos lo suficiente.
—Y pero yo qué sé si es un familiar tuyo o un amigo, quiero ver la identificación —dijo el charlatán—. A ver vos, flaco, dale. ¿Cómo te llamás? ¿Quién sos?
—No le respondas —dijo Michael.
No pensaba hacerlo.
—Somos los tres mosqueteros —dijo Paco.
El charlatán lo miró como para recordarlo por el resto de su vida. Hablando entre dientes y con el impulso de querer atravesarlo a López, que estaba justo delante de él, el tipo miraba para todos lados como si en un momento dado fuera a perder la cabeza y se lanzara sobre nosotros. Yo temía ese momento en que él estaba esposado, de pie, junto a la madre, la de pocas eses y el técnico, que estaba al otro lado de la sala, también esposado y sentado. Todos nosotros estábamos en el medio, acurrucados como rebaño, a la espera de que el tipo pudiera despistarnos lo suficiente como para que la madre agarrara el arma situada por debajo del marco de la mesa y abriera fuego. Llevarse a uno era suficiente como para morir dignamente.
Lo llamé aparte a Michael y le hablé de mi conjetura. Michael me miró, seco.
—¿Vos a qué te dedicás? —preguntó.
—Tengo una empresa de suplementos dietarios para deportistas.
—Yo soy policía —dijo—. Esto no es tu laboratorio, es el mío. Así que haceme un favor, ¿sí? No me rompas las pelotas.
Asentí. Boby me miró y me hizo el gesto: Mejor callate, así nos vamos rápido.
El charlatán dijo que tenía la mano dolorida por una operación y el fiscal lo complació aflojándole las esposas. Luego lo confirmamos cuando encontramos las placas radiográficas. Ahora no sabían cómo callarlo porque volvía a repetir que él no mentía y etcétera.
Todos querían irse temprano y López fue el primero en ir al grano. Se llevó a Paco y a Boby al fondo de la casa y yo me fui con el asistente de Michael y una oficial a la primera de las dos habitaciones.
El truco del técnico tenía sentido, ambas habitaciones carecían de cualquier tipo de luz. Una de ellas, incluso, tenía una única ventana tapada por un ropero de tres puertas podridas que habían sido sacadas y colocadas sobre el techo del mismo, de modo que el interior era de fácil acceso. El asistente, que insistió en que lo llamara como tal, era quien revisaba y la oficial sostenía la linterna.
—Tu trabajo es fácil —dijo la oficial—. ¿Hiciste esto alguna vez?
—No.
—Nosotros vamos a revisar todo y vamos a proceder a secuestrar elementos vinculados a las drogas como cuchillos para picar, balanzas, bolsas, las mismísimas drogas, etc. Eso es que lo que estamos buscando. Si se encuentra dinero o armas, también se secuestran. ¿Entendido?
—Sí.
—Cualquier elemento sospechoso —agregó el asistente—. Vos lo constatás y se le saca una foto.
El asistente procedió a dar vuelta absolutamente toda la habitación. Revolvió el placard, cortó colchones y desarmó cuanto objeto suscitara una sospecha.
—… Porque estoy limpio, por eso no van a encontrar nada. Soy un laburante…
—Este gordo no se calla más —dijo el asistente.
—¿Siempre se ponen así? —pregunté.
El asistente revisaba un dominio de una moto.
—¿Sabés lo que pasa? —dijo la oficial—. Te rompen las pelotas para que te desconcentres y te vayas rápido.
—Anotá, JGF 998 —dijo el asistente.
La oficial le sacó una foto a la placa y lo anotó en una hoja.
—Si estás limpio, te quedás tranquilo —dijo la oficial.
Toda la ropa estaba arrugada y con humedad en estantes compartidos con bolsas de pan viejo y preservativos abiertos y sin usar.
El asistente la complació con la mirada.
Cuando vaciaron el placard reunieron repuestos de diferentes motos. Algunos artículos nuevos envueltos en sus cajas originales y otros tantos usados.
—…¿Vas a venir vos a ordenar? Esta es mi casa. Voy a denunciar a la fiscalía, vas a ver… ¡No, yo te estoy hablando bien, escuchame, escuchame…!
—Este se piensa que le vamos a ordenar este basurero —dijo la oficial.
Las condiciones de higiene de la habitación eran inhumanas. Toda la ropa estaba arrugada y con humedad en estantes compartidos con bolsas de pan viejo y preservativos abiertos y sin usar. El asistente bromeó con la idea de que una rata había perdido su madriguera luego de una apuesta que el charlatán ganó.
—Acá —dijo el asistente, extendiéndome un puñado de billetes—. Contalo y anotalo.
—Ponelo ahí que le saco foto —dijo la oficial, señalando un carro para bebés.
—…Soy un laburante. Yo la-bu-ro…
—…Ey, vení para acá…
Por el umbral de la puerta apareció el charlatán.
—¿Qué hacen? —preguntó.
—Por Dios —dijo la oficial—. Andá para allá.
—López me dio permiso, ¿me puedo quedar acá? Me dio permiso.
El asistente estaba perdiendo la paciencia. Ya había roto algunas cosas frágiles y ahora estaba pateando la puerta de madera, que estaba apoyada contra una pared.
—Si yo escondiera droga, la guardaría ahí —dije, señalando el techo de madera.
El asistente se paró y sentó al charlatán en la estructura de la cama.
—Te quedás acá y te callás. ¿Me entendiste? Me volvés a romper las pelotas y te meto en el patrullero.
—No, no. Me quedo, me quedo.
El asistente terminó de dar vuelta toda la habitación, colocando la montaña de basura sobre un lateral junto a la cama.
—¿Vos dormís acá? —preguntó la oficial.
—Sí. Me mudé hace poco y la estoy arreglando.
—No tenés ni luz.
—Es que por eso te digo que estaba el técnico arreglando —el charlatán se puso de pie—. Vino a poner la luz.
—Sentate. No te lo vuelvo a repetir.
El charlatán se sentó.
—Tomá.
La oficial me pasó la linterna y se quedó junto al gordo.
—Ves lo que te digo, flaco. Te rompen las pelotas para que te desconcentres. Alumbrame acá, mirá esto.
El asistente señaló un equipo de música que tenía la casetera encintada por todos lados. Sacó una navaja y cortó las cintas. Al abrirla encontró la identificación de una mujer. Aparentemente, no pertenecía a ninguna de las presentes.
—¿Y esto? —preguntó el asistente.
Le pasó la credencial a la oficial y ella la miró con detenimiento.
—No sé, no es mía —respondió el charlatán—. Flaco, no te conozco —me dijo—. Tomátela de mi casa.
El tipo desvariaba. Yo hubiera dicho que estaba drogado. Pero quizá me había sugestionado el ambiente.
—¡Cerrá la boca! —dijo la oficial—. Vos no digas nada, flaco. Sacale una foto a esto.
—¿Ahora no te dejan hablar? —preguntó.
El charlatán me miraba fijamente. Podía sentir esa horrenda sensación clavándose en mi espalda.
Saqué la foto. El gordo estaba muy alterado y volvía a murmurar entre dientes. No dejaba de ver la identificación.
—¿Qué es toda esta ropa? —preguntó el asistente.
Había sacado varias bolsas de las cajas de electrodomésticos. Todas ellas contenían, en su mayoría, carteras, zapatos, sandalias y accesorios de cara. Todo de mujer.
—¡Maaaa! Vení —gritó el charlatán.
Apareció la madre y aclaró que vendía ropa. Cuando la oficial le preguntó por la identificación, la mujer dijo que era de su sobrina Lara y que se la había quedado cuando la internaron.
—¿Qué le pasó? —pregunté.
—¡Ah, mirá, ahora el flaco habla! —dijo el charlatán.
—Le dispararon en la pierna por accidente.
—¿Accidente? —preguntó el asistente—. Vero, llevátela de acá. Quiero terminar. Vos vení —dijo, señalándome.
La oficial acompañó a la madre fuera de la habitación y el charlatán me hizo señas para que me acercara. Lo habré hecho por diez centímetros y me dijo que me fuera de su casa, que él era un laburante. Le resté importancia y volví con el asistente. El charlatán me miraba fijamente. Podía sentir esa horrenda sensación clavándose en mi espalda.
—Listo —dijo el asistente—. Vamos a la otra.
—¡Maaaa! —gritó el charlatán.
—…Estoy, hijo…
—Sentate, flaco —dijo el asistente—. ¿Vos no entendés? Me estás haciendo calentar.
El charlatán se puso en el marco de la puerta.
—…Señora. Venga para acá…
—¡Yo soy un laburante! —repitió el gordo.
—No quiero volver a escuchar eso —dijo el asistente.
Por detrás escuché un grito de Michael. También la voz del juez y las corridas por el pasillo. La madre del charlatán volvió corriendo a la habitación y entró. Por detrás llegó la oficial. El charlatán se deslizó por la pared hasta la cabecera de la cama y le dio un golpe, dejando caer una tabla que liberaba un pequeño hueco en el que guardaba un revólver. El gordo lo agarró, se lo pasó a la madre y ella nos apuntó a la cara.
—Vamos a tranquilizarnos —dijo el asistente—. No queremos heridos.
—Flaco, tomátela —dijo el charlatán.
—Vos te quedás acá —agregó el asistente, agarrándome del brazo.
—Tranquila ahí —dijo la oficial, empuñando su arma y apareciendo por detrás de la mujer.
Era justo la parte de las películas que no quería ver. Les había advertido a todos en el living cuando entramos a la casa. La situación era muy relajada para haber entrado tirando la puerta abajo en busca de drogas… ahora el tipo estaba enojado y le dijo a la madre que dispare. Y la madre fue alternando entre el asistente, la oficial, su propio hijo y yo, que intenté hacerle la cabeza de que contuviera a su hijo porque si no todos iban a terminar mal.
—Quien mal arranca, mal acaba —dijo la madre, y luego de forcejear con la oficial, que se le vino encima, disparó y me rozó la cara. La oficial perdió su arma y quedó en manos del charlatán.
—¡Yo te dije, flaco! —gritó el charlatán—. ¡Me conozco! Soy un laburador… No lo vas a cambiar ni vos ni nadie.
—…¡Calmate! ¡Tirá el arma!…
El asistente estaba tieso. Luego dijo que nunca le habían apuntado a tan corta distancia. La oficial era quien mejor manejaba la situación. Lástima que el charlatán le descargara tantas balas en el pecho. Luego me dijo que no mentía, que él era un…
—¡Calmate! Por favor —dije—. ¿A qué te dedicás? ¿Eh? Contame.
—¡Hago esto! —dijo—. Limpio gente… Me pagan por limpiar gente…
El charlatán vio que se le acababa la mecha y me dio un tiro en el pecho, y antes que disparara contra el asistente llegaron los demás y le dejaron el torso como un colador…
Había sangre por todos lados. La madre del charlatán gritaba llorando sobre su cuerpo. Yo me desmayé y caí al piso. La chica de pocas eses fue atada a la columna del living y estaba shockeada. Eso lo supe luego, mes y medio más tarde, cuando fui dado de alta en el hospital.
Michael me dijo que tanto presupuesto tenía que dejar, por lo menos, a alguien tras las rejas.
Durante ese período, Michael me fue a visitar cada martes.
—Sobreviviste, flaco —dijo Michael—. Mirá, te traje esto.
Michael señaló la mesa. Había una especie de trofeo con forma de revólver. Me pareció poco apropiado. No quería volver a ver un arma. ¿Pero qué le iba a decir? La abuela tenía razón. Al final Michael terminó preocupándose por mí.
Durante las últimas semanas, ya consciente pero imposibilitado a nivel motriz, mantuve largas charlas con Michael. Me contó que finalmente encontraron varios kilos de cocaína en el techo que yo le había señalado al asistente y reconoció que el operativo no fue tan “chico” como había dicho. También reconoció cierta culpa por minimizar la situación y por ser tan inoperantes en cuanto al resguardo de la vida de los testigos. Admitió que subestimaron al charlatán.
—¿Qué pasó con la vieja de pocas eses? —pregunté.
—La van a meter en cana.
—¿Ah sí? ¿Le encontraron algo?
—No. Ella está limpia… pero viste cómo es esto… Con el gordo muerto…
Asentí. Alguien tenía que ocupar la jaula. Michael me dijo que tanto presupuesto tenía que dejar, por lo menos, a alguien tras las rejas.
También terminaron por encerrar al del tiro en el pie, por entorpecer el desarrollo del operativo, y a los tres adultos que encontraron en las otras dos casas.
—¿Qué pasó con la droga? ¿Qué hacen con todo eso?
—La vendemos —dijo Michael—. ¿Querés? Te hago precio.
Michael no se rio, pero yo sí y el tema quedó ahí.
—En fin —retomó—. En nombre de la PFA, quiero felicitarte por tu colaboración como testigo y por la astucia de indicar dónde podía estar la droga.
—No fue gran cosa. Se me ocurrió en el momento —dije.
—Me alegro que estés vivo… Acá te dejo mi teléfono. Si algún día necesitás algo, podés llamarme.
—¿Droga?
Ambos reímos. Michael se fue y me quedé el resto de la tarde pensando.
Al día siguiente que me dieron el alta decidí meterme activamente en el oficio policial. Hubiera querido especializarme en policía científica o de investigación, pero los exámenes psicológicos no fueron suficientes y apenas me alcanzó para un curso de seguridad privada con un ingreso directo al psiquiátrico de Chestertown. Era eso o pagar la carrera en un instituto privado, algo que ni todo mi árbol genealógico junto hubiera podido costear.
Fuente:https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2020/12/12/alla-no-miento/
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