Balzac: oficio y sacrificio del novelista

Publicado: 21 mayo 2024 a las 8:00 pm

Categorías: Arte y cultura / Literatura

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Por Camilo Rodríguez

Poder y dinero. Sociedad y deseo. Cualquier escritor con dos dedos de frente lidia con esas obsesiones narrativas. Sin embargo, no siempre ha sido así: nadie las había alojado en el corazón de su poética antes de Honoré de Balzac (1799-1850). Recuerdo haber puesto en duda su fama mundial y su importancia hasta que lo leí por primera vez. Algunas de sus famosas citas me parecían obviedades o pretensiones totalitarias: “Uno puede perdonar una traición, pero olvidarla es imposible” (Pequeñas miserias de la vida conyugal). “Los seres humanos lo estiman a uno debido a su utilidad y no a su valía” (El lirio en el valle). “Los ambiciosos sueñan con llegar a la cima del poder, mientras se aplastan en el fango del servilismo” (César Biroteau). Y ante otras muchas frases, igual de conocidas pero acaso menos citadas, no podía sino acentuar mis dudas y mi desconfianza: “Hay dos tipos de hombres: los que combaten a su padre o los que se pasan la vida tratando de reemplazarlo” (Papá Goriot). “La mujer casada es una esclava que hay que saber poner sobre un trono” (Fisiología del matrimonio).

La imagen que me viene a la memoria cuando pienso en Balzac es icónica: el perfil del hombre regordete y mostacho corto, a medio peinar, la camisa algo arrugada, la mirada afable y soñadora. Así luce en el famoso daguerrotipo que le tomó Bisson en 1837 y del cual Paul Nadar —padre de la fotografía portátil— retocó los detalles cinco años más tarde. La segunda imagen que tengo de él es, podría decirse, su negativo: una de las cuatro esculturas que le dedicó Auguste Rodin —otro padre, el de la escultura moderna. En ella se percibe una sombra maciza y envuelta por un abrigo del que se distingue sólo medio rostro y una cabellera agitada al viento.

Aunque parezcan estampas pasajeras, ya son parte de nuestro imaginario colectivo.. El rostro de Balzac prefigura el rostro de los demás escritores. Y esto resulta definitivo porque él fue, precisamente, un agudo retratista. Su proyecto de consumar La comedia humana en 137 obras (de las cuales terminó 90) equivale a escribir el gran lienzo de la sociedad moderna. Pretendía, así como los caricaturistas que plasmaban la quintaesencia de las multitudes en las calles del París decimonónico, representar a los personajes más emblemáticos de su mundo:

  • El joven ambicioso que llega a la ciudad para probar fortuna.
  • La casera chismosa que vive pendiente de las intrigas de sus inquilinos.
  • El viejo usurero que se mantiene aferrado a sus arcas.
  • La damisela interesada que busca un amante de alta alcurnia.

Todas son viñetas, sellos, tipos amalgamados de emociones viscerales. Se les puede ver en los diarios y revistas de entonces, ilustrados por artistas como Constantin Guys o Daumier. Son un reflejo de los que van por la calle, las plazas públicas, los vecindarios. Son los rastros diminutos de una nueva belleza urbana que, pese a su fugacidad, traza su silueta hacia los confines de lo trascendente. Por eso no sorprende que el poeta Charles Baudelaire los tome como fuente de inspiración para una teoría estética que asienta en El pintor de la vida moderna: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. Hay una modernidad para cada pintor antiguo”. Antes de Baudelaire,  Balzac previó está sensibilidad moderna e hizo toda una radiografía social, análoga a la que Shakespeare tomó del universo isabelino.

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Hablar de dinero es fastidioso en muchas situaciones, pero en el contexto del arte el fastidio sobresale. La literatura no es la excepción: los contratos editoriales suelen ser precarios, las remuneraciones a menudo “simbólicas” y los libros, que prestan un beneficio (supuestamente) inmaterial, rara vez encuentran justa retribución. En tiempos de Balzac la situación no era mejor, pues las editoriales apenas le daban un pago único al autor, sin importar la cantidad de ejemplares que vendiera. Harto de eso, el novelista se sumó a Louis Desnoyers en 1837 para crear “La sociedad de las letras” (La société des gens de lettres), una asociación de artistas que defendía los derechos de quienes se dedican a la literatura, y gracias a la cual se creó el sistema de anticipos y regalías que es, en esencia, el mismo que rige hoy.

Como sucede con tantos escritores, las necesidades económicas determinaron la trayectoria literaria de Balzac. De hecho, su carrera parece salida de una de sus propias obras. A sus 19 años, quiso probar suerte en París y dedicarse a la literatura, pero su primera inclinación no fue la novela, género menospreciado, sino el teatro. Y en términos monetarios esto era lo conveniente, porque en vez de un pago único, los dramaturgos compartían la taquilla con la tropa de actores tras cada representación. Luego de dos años de intentos (primer ultimátum financiero que le dieron sus padres), el joven Honoré se dio cuenta de que carecía del talento de la dramaturgia, pero en 1822 publicó bajo el pseudónimo de Lord R’hoone La heredera de Birague El vicario de Ardennes. Tenía entonces la esperanza de haber hallado un posible nicho en el mercado literario —que, en cierta medida, gracias a su producción se volvería dominante. Y así lo confirmó su experiencia; el naciente público lector exigía novelas, historias que le mostraran a la gente su propia imagen. A ese proyecto le entregó su alma.

La curva de la historia es más o menos conocida: en los años siguientes Balzac se dedica a la escritura con un frenesí sólo comparable a su compulsión por el derroche, el lujo y los malos negocios. Prueba todos los géneros romanescos que empiezan a ponerse de moda en esas primeras décadas: novela histórica, novela sentimental, novela de juventud, novela de aventura, etc. Sin embargo, hay poco registro de esa producción firmada con diversos pseudónimos. Se sabe que en ese período, entre 1825 y 1828, funda una imprenta y sufre una quiebra estrepitosa.
Entonces le entrega lo mejor de sí al oficio. Escribe en jornadas de doce horas: novelas, artículos y dramas al mismo tiempo; escribe obras que meses antes había prometido a los editores y cuyo anticipo ya se ha gastado; escribe sobre dinero y pensando en dinero; escribe sobre el usurero, sobre el banquero, sobre el tahúr sin remedio; escribe sobre el banco judío Nusingen y el banco protestante Keller que amasan grandes fortunas gracias a las guerras napoleónicas; escribe sobre la desmaterialización del dinero, sobre las piezas de oro que se vuelven capital virtual con la compra de acciones; escribe para pagar sus deudas editoriales y económicas, que se acumulan como su arrume de libros publicados.

Desarrolló un sistema de observación que implica la unión de vida y obra; cuando no está al acecho en las calles, fisgoneando, mirando o especulando, Balzac escribe. Y otra de sus célebres manías lo sustenta: el café. Según sus biógrafos más austeros, bebía diez tazas al día para mantenerse en vilo; según otros, más afectos a la hipérbole y basados en los comentarios del escritor sobre su propia vida, en sus noches de trabajo paraba cada media hora para beber unos sorbos, y era un catador avezado, como lo muestran algunas de sus cartas y un capítulo de su Tratado de los excitantes modernos. Debido a esto, y sumado a su ajetreada vida social, sin espacio para el descanso, no asombra el saldo final: Balzac deja este mundo con 51 años y casi el doble de libros publicados.

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De su efigie literaria brota un manantial de rumores, reflexiones y juicios que no hacen más que alimentar la leyenda. Lo persigue la reputación de lector y traductor de la sociedad. Se dice que en sus libros yace más verdad sobre la conducta humana que en toda una enciclopedia de sociología y antropología. “Más que observador, es un visionario”, apuntó Baudelaire al respecto. De eso da cuenta su obsesión con las múltiples relaciones que podían trazarse entre la ficción y la vida cotidiana. Así construye un “sistema novelesco”, un artefacto narrativo que le permite novelar un mismo personaje en varias obras —como las vidas ejemplares de Rastignac y Vautrin. De ese modo, el público no sólo se puede identificar con un personaje y seguirlo a través de varias novelas, sino que también sugiere una idea que hasta el día de hoy me fascina: los personajes ficticios son como nosotros, sus historias son vidas y nuestras vidas son historias, como ellos somos protagonistas en ciertas vidas y en otras apenas llegamos a actores de reparto o acaso extras.

Además, ese efecto de espejeo entre ficción y realidad, conduce a otra idea central en la taumaturgia de Balzac: el impacto de los hechos en la vida cotidiana. Eso ocurre claramente con la sociedad francesa pre y posrevolucionaria que aparece en sus novelas; sus lectores podían reconocer(se) en varios momentos de la trama y se sentían parte de la obra, ya que habían vivido los acontecimientos de primera mano. Atentos a los usos y costumbres, sus primeros textos sobre el matrimonio (que son también los primeros de La comedia humana) representan a cabalidad esta tentativa. Entre ellos destaca Fisiología del matrimonio, publicado en 1829 y con el subtítulo de “Meditaciones de la filosofía ecléctica sobre la felicidad y la infelicidad en el matrimonio publicadas por un joven soltero”. Aparte de anticipar uno de los tópicos predilectos de la novelística balzaciana —el matrimonio—, este ensayo de tintes narrativos muestra el desequilibrio de derechos y las inequidades que surgen del código civil napoleónico de 1804, el cual instituye que la mujer es inferior jurídicamente y dicha imposición legal, a los ojos del novelista, condiciona el juego de poderes del matrimonio.

De cierta manera, libros como Papá GoriotLas ilusiones perdidasEsplendores y miserias de las cortesanas, columna vertebral de la obra de Balzac, son tratados acerca de algunas instituciones sociales (la familia, el matrimonio y el trabajo). No es casual que, cuando firma el contrato para La comedia humana en 1842, las cláusulas mencionen los diversos segmentos bajo los cuales decidió agrupar su proyecto: un “estudio de costumbres” que contiene “escenas de la vida privada”, “escenas de la vida parisina”, “escenas de la vida de provincia”, “escenas de la vida del campo”, “escenas de la vida militar” y “escenas de la vida política”.

No puedo evitar las preguntas que me surgen ante tal curiosidad: ¿estaría dispuesta hoy una casa editorial a firmar un contrato de tal magnitud?, ¿es algo que podría aparecer en los contratos de ciertas jóvenes promesas del mercado literario?, ¿qué implicaciones éticas tendría que una casa editorial, respaldada por fortunas privadas o públicas, determine el contenido y la forma en que este se presenta al público lector?

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Uno de los hitos inevitables acerca de Balzac es que fue el primer escritor capaz de vivir de su propia pluma —aunque lo ahogaran en deudas, como les sucede a buena parte de quienes elegimos este oficio. Y por eso muchos lo etiquetan, con precisión e injusticia, como “el escritor burgués por excelencia”. De cualquier forma, su experiencia lo llevó a ser quizás el primero en comprender cómo funciona el flujo monetario entre la industria editorial y el mercado literario.

Ese entendimiento excepcional se manifiesta, del mismo modo, en el contacto que mantuvo con su público lector. Puso al servicio de éste el contenido de sus obras, su proceso de producción en cadena y una singular estrategia de especulación —como los mejores chismosos, Balzac solía anunciar la temática de su próxima novela por medio de rumores que hacía correr entre sus amistades en los distintos círculos sociales de París. En otras palabras, logró vincular las expectativas de lectura con las leyes de la oferta y la demanda, curiosa situación para un hombre que fue mal negociante y pésimo empresario. Sin embargo, a juzgar por su muerte, da la impresión de que acabó devorado por esa inmensa red de afectos, intereses y transacciones que tanto se esforzó en retratar. Como si la literatura hubiera consumado el asalto final de su vida.

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Balzac: oficio y sacrificio del novelista