Publicado: 13 febrero 2024 a las 6:00 pm
Categorías: Arte y cultura / Literatura
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Por Siham El Khoury Caviedes
Para conmemorar el 40 aniversario luctuoso de Julio Cortázar, Siham El Khoury relata sus primeras aproximaciones a la obra del escritor argentino; cómo el autor de Rayuela desestabilizó sus nociones de lo que es la literatura, y socavó su idea de las letras como una catedral solemne para convertirla en un patio de juegos.
“Julio no ha muerto, Julio siempre está en París”.
María Herminia Descotte, madre de Cortázar
Apenas comenzaba la carrera de letras cuando leí por primera vez a Julio Cortázar. Ya en mis primeras clases, me habían hecho la famosa pregunta iniciática “¿qué es la literatura?”; y, como la novata que era, había decidido que su respuesta era sencilla; que mi conocimiento era suficiente para intuir las fronteras de mi nueva área de estudio. En ese entonces, la literatura me parecía una enorme catedral, magna y solemne, con estructuras complejas y definitivas que yo iría explorando con los meses como una turista o una extranjera.
Pero esas estructuras colosales temblaron por primera vez con un cuento de cuartilla y media llamado “Continuidad de los parques”, donde un hombre se pierde leyendo, “desgajándose línea a línea”, y termina por encontrarse a sí mismo dentro de la trama, sentado en el mismo sillón y sosteniendo el mismo libro. El parque textual, donde se encuentran los amantes de su novela, se fusiona con el parque “real” frente a su ventana. ¿A esto se refería mi profesor cuando decía que era difícil “definir” la literatura? ¿Delimitarla? Y yo que, unos segundos antes, había estado tan convencida de saber qué línea me separaba de los personajes que amaba; en qué acera terminaban mis historias favoritas y empezaba mi casa.
El resto de mis conjeturas se desmoronaron cuando leí “Axólotl”, un pequeño relato donde el protagonista visita un acuario y observa con atención a un ajolote que resulta ser él mismo, a través de un cristal que se vuelve un espejo. Confieso que no he vuelto a ser la misma persona en los zoológicos, ni en los invernaderos, ni en las calles. Desde que lo leí, no puedo evitar pensar en la transformación que trae mirar con atención; en la empatía como una forma de “migrar” a la realidad de quienes me rodean.
Pero, ¿quién era Julio Florencio Cortázar, el hombre al que le bastaron dos cuentos para difuminar los bordes más básicos de mi comprensión? Deben saber que, décadas antes de sorprenderme a mí, este argentino ya le había parecido a Gabriel García Márquez “el ser humano más impresionante que había tenido la suerte de conocer”:
Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. […] En privado, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes […]. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña.
Ese toque mágico también forma parte de los recuerdos de Cristina Peri Rossi, su amiga entrañable. “Julio, sonriente, solía decirme: ‘Soy inmortal’, frase que me ponía los nervios de punta”, escribió ella hace casi diez años, “bromeábamos, a veces, sobre su aspecto juvenil, como Dorian Gray”. En Julio Cortázar y Cris, se le describe como un hombre sano, viajero y siempre lúdico, “un hombre optimista que no se derrumbó nunca” y que “despertó siempre el cariño y la complicidad de sus lectores”.
Sin embargo, Cortázar solía presentarse sin necesidad de mística ni academia. La suya era más bien una magia sencilla, un encanto que bebía de la risa y la honestidad, como podemos ver en una de sus cartas a Graciela de Sola, en 1963, donde escribe:
Nací en Bruselas, el 26 de agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia.
Le tocó nacer durante la ocupación alemana de Bruselas, a comienzos de la Primera Guerra Mundial. Cuando su familia pudo regresar a Argentina, el pequeño “Cocó”, como lo llamaban entonces, ya tenía casi cuatro años cumplidos y hablaba sobre todo el francés, del que se le quedó la pronunciación de la “r” para toda la vida. La misma carta a Graciela describe sus primeros años:
Crecí en una casa con un gran jardín lleno de perros, gatos, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo ya era Adán, en el sentido que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados.
De tal crianza sería fácil imaginar a un autor serio y melancólico, un novelista sentimental; pero nada podría estar más alejado del legado risueño y provocador de Cortázar, que tocó el periodismo, la traducción y la poesía. Sin embargo, fue el ingenio de sus ficciones lo que lo introdujo al “boom” latinoamericano, donde Rayuela lo consolidaría para siempre. Su Rayuela, que varias generaciones consideraron un texto para jóvenes y subversivos, era un trabajo digno de un hombre acusado de ateo, comunista y profesor de la revolución. Finalmente, en 1951, coincidió su protesta contra la dictadura militar argentina con una beca de La Sorbona, así que Cortázar optó por instalarse de manera permanente en París, donde conoció a íconos de la música como Louis Armstrong y Charlie Parker.
Es bien sabido que los encuentros en esa ciudad consagraron su amor por el jazz, al que él mismo se refería en su cuaderno de bitácoras como “la mayor música viva del siglo”. Esa afición suya impregnó toda su producción literaria, pero él mismo reveló en una de sus clases de literatura que su objetivo no era ser como “esos escritores, sobre todo del pasado, que buscaban acercarse a la música como sonido en su prosa […], que buscaban conseguir efectos musicales mediante el juego de repeticiones de vocales, aliteraciones o rimas internas”. Claro que estos recursos sonoros están presentes en varios de sus escritos, pero el jazz no era tanto una melodía de fondo en su espacio de trabajo como una filosofía: una antimetodología de creación que priorizaba la improvisación, los puntos de fuga, los giros, el gusto, la diversidad de voces e instrumentos. Decía su amigo Adolfo Bioy Casares que “una de las cosas que más los unía era el sentido lúdico, no tomarse en serio para nada”, y esta forma de crear desafiaba a las estructuras fijas de la literatura institucionalizada, así como el jazz desafiaba la música esquemática, aquella que requería de una partitura para existir. Ahora entiendo por qué, bajo una dictadura militar, esta aproximación al arte era peligrosa y revolucionaria: la “elasticidad”, la voluntad de probar distintas perspectivas, como el jazz explora las variaciones de un círculo de acordes, podía abrir fisuras en la realidad, acotada por lo fijo, lo pesado, por los designios del Estado y sus instituciones.
El resultado más emblemático de ese proceso creativo fue Rayuela. Cortázar la bautizó como “antinovela” y esto es evidente en su estructura —o, en realidad, en la falta de ella. Según la primera nota, el lector puede seguir el orden numérico de los capítulos, la mezcla sugerida por el autor o cualquier otra combinación de su gusto; puede saltarse fragmentos y repetir otros; puede releer la obra una y otra vez, encontrándose siempre con una distinta. En cuanto abrí ese libro, entendí por qué era necesario conocer a Cortázar desde los primeros semestres. Su invitación a jugar me llegó años después de su muerte como si siguiera vivo.
Para ese punto, el magno edificio que yo creía que era la literatura bien podría haberse estirado como un gato y recostado sobre alguna banqueta de París. Me pareció que Cortázar había dibujado con gis un juego de avioncito en el pavimento y le había dado el mismo nombre que mi carrera universitaria. Podría jurar que me sonrió. Después de todo, ¿la literatura es juego? Sí. Hasta la fecha, creo que eso es lo más cercano que tendré a una definición.
Ilustración: Ricardo Figueroa
Siham El Khoury Caviedes
Es Licenciada en Literatura Latinoamericana (pero, en honor al espíritu lúdico de Cortázar, tampoco se lo toma tan en serio).
Referencias
Bioy Casares, Adolfo. “Semblanza”, de “Cortázar fue un amigo al que conocí poco, pero quise mucho”. La Maga, edición de homenaje a Cortázar, noviembre de 1994. Contenido en la ed. conmemorativa de Rayuela.
Cortázar, Julio. “Axólotl”. Final del juego, DeBolsillo, 2016.
Cortázar, Julio. Clases de literatura, Berkeley 1980, Alfaguara, 2016.
Cortázar, Julio. “Continuidad de los parques”. Final del juego, DeBolsillo, 2016.
Cortázar, Julio. “El perseguidor” y otros textos. Antología II. Selección, introducción, notas y propuestas de trabajo de Hebe Monges, Ediciones Colihue, 1997.
Cortázar, Julio. Rayuela. Edición conmemorativa de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, Alfaguara, 2019.
García Márquez, Gabriel. “El argentino que se hizo querer de todos”. Texto pronunciado en el coloquio de la Cátedra Julio Cortázar, 2004. Contenido en la ed. conmemorativa de Rayuela.
Peri Rossi, Cristina. Julio Cortázar y Cris. Ediciones Cálamo, 2014.
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