Publicado: 29 septiembre 2020 a las 11:00 pm
Categorías: Arte y cultura / Literatura
John Berger nació en Londres en 1926 y murió en París, a los 90 años de edad, el 2 de enero de 2017. Es recordado como uno de los críticos de arte más celebres del siglo XX y es autor de la obra Modos de ver (1972) que revolucionó la teoría del arte y se convirtió en un popular programa de televisión que él mismo presentó. A los 6 años de edad fue enviado por sus padres a un internado del que se escapó a los 16 años para estudiar arte en Londres. Comenzó sus estudios de dibujo en 1942 pero pronto, entre 1942 y 1946 se enroló en el ejercito británico y participó en la Segunda Guerra Mundial. A su regreso a Gran Bretaña, desde los 20 a los 30 años, ejerció como profesor de dibujo, al mismo tiempo que trabó vínculos con el Partido Comunista Británico y comenzó a escribir en la revista Tribune bajo la supervisión de George Orwell. Entonces decidió abandonar la pintura y dedicarse a escribir a tiempo completo destacándose como crítico marxista y defensor del realismo. Él ha sostenido que fue la situación política del momento lo que le impulsó a tomar este camino y no tanto su desinterés por la práctica artística.
El libro titulado Sobre el dibujo (Editorial Gustavo Gili, 2007) presenta una colección de textos sobre el que fue su primer amor, al que ha dedicado mucho tiempo de experiencia sensible, de reflexión y de reveladora escritura.
Nos dejaremos llevar, guiados por la clara prosa de Berger, por su singular y orgánica selección de observaciones, que nos permitirán hacer un recorrido –no sin asombro– desde el más remoto pasado hasta el más apremiante presente. Desde los albores de la especie humana hasta el significado del dibujo al natural, de la obra de dos artistas como Watteau y Van Gogh que ilustraron como pocos con su vida y su arte la fugacidad de la vida y el enamorarse de la sencillez de lo existente, desde la relación entre imagen y palabra hasta el gran debate que debería estar mucho más presente hoy día entre el dibujo y la fotografía.
Dibujar en la escuela es algo que nos parece hoy día habitual pero es históricamente reciente. Viene dado por la influencia de la revolución pedagógica que se inició en el siglo XIX y se impuso en los sistemas educativos en el siglo XX. En algún momento de nuestra infancia hemos dibujado como niños y lo hemos hecho antes de empezar a escribir y a leer. Algunos padres fomentan en el niño el dibujo como juego, al mismo tiempo que pedagogos y psicólogos han destacado su valor. Aunque lamentablemente, este aprendizaje no se mantiene en muchos casos cuando debemos aprender otras materias que se entienden como más relevantes para la futura vida profesional.
El dibujo en la niñez es un dibujar inconsciente, es más bien, comunicar, dejar salir percepciones mediante signos visuales. Por el contrario dibujar deliberadamente es una investigación tentativa y consciente sobre las formas que vemos y las estructuras que las componen. Se trata de ver si nuestra mano responde a nuestro ojo en nuestros intentos de captar la realidad pero también, tratamos de comprobar si la mano descubre su propio saber moverse y con ello el ajuste del interior y el exterior.
El dibujo nos recuerda el tiempo en el que éramos libres para jugar e investigar con placer sobre la estructura sensible del mundo que empezábamos a descubrir. Era el momento cuando no podíamos entender ni expresar con palabras lo que sentíamos. Por esta razón el dibujo nos sirvió para dar salida a lo que no se puede decir con palabras y nos sirve también para disfrutar de un ensayar sensible. Quizá por eso el dibujar es capaz de despertar una sensación nostálgica, de recuerdo de la infancia y de nuestro desarrollo formativo.
John Berger escribe sobre el dibujo infantil en el capítulo titulado Langosta y tres peces donde dialoga con su hijo Yves:
Los niños experimentan el dibujo de manera parecida: juegan. No les interesa el resultado. Los niños construyen cosas por el placer construirlas, no para poseerlas.
Sería estupendo que pudiéramos hacer lo mismo, pero tenemos que admitir que no nos es posible. Como adultos no podemos olvidar que nuestras acciones tienen resultados. Y no podemos olvidar lo malos que pueden ser esos resultados. Somos conscientes de ello y por eso estamos divididos. No podemos estar completamente en la corriente. Tenemos que mirar atrás e intentar comprender algo acerca de donde hemos estado. Desarrollamos una experiencia que nos permite corregir. Corregir los malentendidos que genera nuestra conciencia.
Dibujar tiene que ver con devenir, con hacerse, precisamente porque no podemos ser un niño, un loco, un animal, una montaña. Pero si podemos hacernos montaña. Y con un poco de suerte incluso podemos hacernos el aire que envuelve la montaña o el águila que sobrevuela en círculos. Creo que este ha sido uno de mis sueños, el sueño de un chaval nacido en las montañas: volar en círculos mucho más altos que las montañas. [p. 115-116]
¿Cómo apareció este impulso en los albores de la humanidad, en el humano niño? ¿Cómo se desarrolló el arte necesario para materializar en trazos, formas, colores, sombras, matices, presencias y relaciones el continuo de la experiencia?
Tanto antes como ahora, no es algo que nos toque a todos, solo algunos ven más allá por todos nosotros. Pero solo porque todos intentamos construir nuestra visión y nuestro sentido es por lo que en ocasiones, en este juego de luces y sombras, damos con una cierta singularidad reveladora. Para responder esta pregunta debemos volver atrás, al menos 28.000 años en el tiempo.
Dibujos de caballos, rinocerontes, leones, panteras, osos, búhos, hienas o manos humanas sobre las paredes de una cueva y hasta la silueta de una mujer entremezclada con la de un bisonte. Trazos dejados en un periodo de tiempo que se remonta a los 26.000 a. C y se extiende hasta 6.000 años después; una escala que nos resulta difícilmente comprensible. Esta es la sorpresa que aguardaba en lo profundo de nuestra historia material, cuándo el espeleólogo Jean-Marie Chauvet descubrió en 1994 la cueva que ahora lleva su nombre cercana a la localidad francesa de Vallon-Pont-d’Arc. Una cueva que había sido sellada durante 15.000 años por el derrumbamiento de su entrada y que se había conservado como una cápsula del tiempo desde entonces. En ella se han encontrado las pinturas rupestres más antiguas de las que se tienen constancia.
John Berger nos aproxima con su ejemplar destreza al amanecer del arte en el siguiente texto, el titulado Le Pont d’Arc, en referencia al puente natural que se mantiene como hace milenios a las puertas de la cueva de Chauvet. Es esta una ventana sin igual hacia nuestro pasado que nos lleva a valorar cómo surge en nosotros lo que somos y cómo se inicia nuestro impulso artístico. Pues si el dibujo es el fundamento del arte, aquí hay que poner sin duda el comienzo de su historia y de nuestra historia como animales entre animales que aprendimos cazar, a producir fuego y también a dibujar:
Entro a rastras en un anejo semiesférico, y allí, dibujados en rojo sobre sus irregulares laterales curvos, encuentro tres osos –macho, hembra y cría–, como los del cuento de miles de años después. Me pongo de cuclillas y los observo. Tres osos y dos pequeños íbices detrás de ellos. El artista conversaba con la roca a la luz parpadeante de la antorcha de carbón vegetal. Una protuberancia de la roca permite que el peso imponente de la zarpa del oso se incline hacia fuera en una adaptación perfecta de los torpes movimientos del animal. Una fisura perfila con precisión la línea del lomo de uno de los íbices. El artista tenía un conocimiento absoluto y profundo de estos animales; sus ‘manos’ podían visualizarlos en la oscuridad. Lo que la roca le decía era que los animales –al igual que el resto de lo que existía– estaban dentro de ella, y que él, el artista, con su pigmento rojo untado en el dedo, podía persuadirlos para que salieran a la superficie, a su superficie membranosa, para frotarse en ella e impregnarla en con sus olores. (…) En la cámara más alejada hay dos leones dibujados con carbón vegetal negro. Más o menos del tamaño natural. Están de perfil, uno al lado del otro, el macho detrás, y la hembra completamente pegada a él, más cerca de mí. Ofrecen aquí una presencia única, incompleta (les faltan las patas delanteras y las pezuñas traseras y sospecho que nunca llegaron a dibujarse), pero total. La pared de roca a su alrededor, que tiene color de león, se ha convertido en león. Probablemente en este caso era el color lo que la roca le ofrecía al pintor para completar su dibujo de animales. (…) Me pregunto mientras dibujo si mi mano, obedeciendo al ritmo invisible de la danza de los renos, no estará bailando con la mano que los dibujó por primera vez. Todavía sería posible encontrarse aquí en el suelo una esquirla de carboncillo que se hubiera desprendido al trazar una de estas líneas. [p. 74-78]
La explicaciones cuadran, los procesos de desarrollo antropológico se revelan, pero el misterio persiste. El dibujo no solo nos trasmite nostalgia de nuestra propia infancia, de nuestro propio descubrimiento vacilante del mundo, sino también nos sirve de vía de recuerdo de la infancia de nuestra especie. Berger continúa situándonos con maestría en el entorno, en el medio ecológico en el que vivían y se desarrollaban nuestros ancestros, tan lejanos y cercanos de nosotros:
La población humana era escasa y estaba compuesta de pequeños grupos de cazadores recolectores nómadas. Los paleontólogos les han dado el nombre de Cro-Magnon, un término que en un principio distancia, pero la distancia entre ellos y nosotros puede ser más pequeña de la que creemos. (…) La necesidad de compañía de los vivos era la misma. La respuesta del Cro-Magnon al “¿quienes somos?” –la primera pregunta, la eterna pregunta humana– era, sin embargo, distinta. Los nómadas eran conscientes de ser una minoría entre una población animal que los superaba abrumadoramente. No habían surgido en un planeta, sino que habían nacido ‘en el seno’ de la vida animal. No eran ellos quienes guardaban y poseían a los animales: los dueños del mundo y del universo ilimitado que se extendía a su alrededor eran los animales. Detrás de cada nuevo horizonte había más animales.
Y al mismo tiempo eran distintos de los animales. Podían hacer fuego, y por consiguiente, tenían luz en la oscuridad. Podían matar desde lejos. Tenían la capacidad para elaborar muchas cosas con las manos. Se construían tiendas que sustentaban con huesos de mamut. Podían hablar. (Quizá también los animales.) Podían contar. Transportar agua. Su forma de morir era distinta. Estos privilegios con respecto a los animales eran posibles porque estaban en minoría, y, como tal minoría, los animales se lo permitían.
Antes de que llegaran a la cueva las primeras mujeres, hombres y niños (hay una huella de un niño de unos doce años) y antes de que la abandonaran para siempre, el lugar ya estaba habitado por osos. Probablemente había también otros animales, pero los osos eran los amos con quienes los nómadas hubieron de compartir la cueva. Todas y cada una de las paredes están marcadas con los arañazos de sus zarpas. (…) Se han encontrado unos ciento cincuenta cráneos de oso. Uno de ellos había sido solemnemente colocado –probablemente por un Cro-Magnon– en una especie de plinto de roca en el extremo más inaccesible de la cueva. [p. 70-73].
Este craneo de oso situado en un lugar destacado de la cueva es un símbolo plausible del origen de la religión como la relación que establecían nuestros antecesores con los númenes animales. Tal relación ha sido identificada como el origen de la religión por filosofías materialistas como la que encontramos en El animal divino de Gustavo Bueno.
Por sus materiales estas pinturas parecen cercanas al carboncillo y a la tierra de siena. Por su fin, no estaban destinadas a la contemplación y a la exhibición, eran más bien una investigación visual tentativa, comprensiva, como lo es todo dibujo del mundo que nos rodea:
Hay muchas paredes sin tocar, pese a que se prestaban a ser pintadas. Los cuatrocientos y pico animales representados aquí están tan dispersos como podrían estarlo en la naturaleza. No hay una intención de exhibición pictórica como en Lascaux o en Altamira. El vacío y el misterio son mayores, y, tal vez también, hay una mayor complicidad con la oscuridad. (…) El hombre de Cro-Magnon no vivía en la cueva. Entraba en ella para participar en ciertos ritos, de los que apenas nada sabemos. La idea de que fueran en cierta medida chamanísticos parece convincente. Puede que el número de personas que coincidían en la cueva nunca pasara de la treintena. ¿Con qué frecuencia venían? ¿Trabajaron aquí varias generaciones de artistas? No tenemos respuestas y quizá nunca las habrá. Posiblemente hemos de contentarnos con intuir que venían a experimentar, para poder recordarlos luego, unos momentos especiales de equilibrio entre el peligro y la supervivencia, el miedo y la sensación de protección. ¿Se puede esperar algo más? [p. 74-75]
Hay misterio, oscuridad e incógnita sobre cómo unos pocos individuos extraordinarios, separados por varios milenios entre sí desde los dibujos más antiguos encontrados en la cueva a los más recientes, pudieron dar a luz visiones tan sutiles y hondas –sin vacilaciones, sin borrones– de su paso por el mundo de vida y muerte, de naturaleza y cultura en ciernes, que se entremezclaba con animales y plantas.
Los visitantes de la cueva de Chauvet no podían dibujar del natural pero es evidente que por la capacidad y precisión que demuestran, lo habían hecho antes, ensayando acaso sobre otra superficie exterior o en algún lugar más cercano a los animales que formaban parte de sus visiones.
Dibujar es esencialmente captar del natural la visión del objeto dibujado y si lo reconstruimos de memoria, es porque previamente hemos observado con suficiente detenimiento las formas y hemos ensayado los movimientos que nos lleva la captación del objeto. Berger desarrolla esta cuestión en otro de los textos de Sobre el dibujo que nos remite a la singularidad del acto de dibujar:
Para el artista dibujar es descubrir. Y no se trata de una frase bonita; es literalmente cierto. Es el acto mismo de dibujar lo que fuerza al artista a mirar el objeto que tiene delante, a diseccionarlo y volverlo a unir en su imaginación, o, si dibuja de memoria, lo que lo fuerza ahondar en ella, hasta encontrar el contenido de su propio almacén de observaciones pasadas. (…) Un dibujo es un documento autobiográfico que da cuenta del descubrimiento de un suceso, ya se ha visto, recordado o imaginado. Una obra “acabada” es un intento de construir un acontecimiento en sí mismo. Es significativo a este respecto que sólo cuando el artista alcanzó un nivel relativamente alto del libertad “autobiográfica” individual empezaron a existir los dibujos tal como los concebimos hoy. En una tradición hierática, anónima, no son necesarios. [p. 7-8]
La expansión del dibujo en Europa se produce en el Renacimiento cuando a partir del 1350 el papel como soporte, que había sido inventado en China 500 años antes, empieza a estar fácilmente disponible en Europa. Los dibujos anteriores a esta fecha, de haber existido, han desaparecido fruto de la caducidad de sus materiales. Acaso pintores de la Antigüedad como Zeuxis, Parrasios o Apeles, cuyas obras se han perdido, también descubrieron el dibujo privado en sus tablillas enceradas que permitían marcar, borrar y volver a empezar. Es este ejercicio privado la característica esencial del dibujo:
Un dibujo es esencialmente una obra privada, que solo guarda relación con las propias necesidades del artista; una estatua o un lienzo “acabado” es esencialmente una obra pública, expuesta, que se relaciona de una forma mucho más directas con las exigencias de la comunicación. (…) Frente a un cuadro o una escultura, el espectador tiende a identificarse con el tema, a interpretar las imágenes por ellas mismas; frente a un dibujo, se identifica con el artista, utiliza las imágenes para adquirir la experiencia consciente de ver como si fuera a través de los ojos de este. [p. 8-9]
Si entendemos que el dibujo viene materialmente asociado en la era histórica al papel, es indudable que nos tenemos que remitir al arte chino, pues es allí donde los calígrafos, dibujantes y pintores chinos comenzaron a producir casi desde el siglo III d. C. con Gu Kaizhi (344-406) en los albores de la invención del papel y el pincel de tinta, pasando por Li Cheng (919-967), Guo Xi (1020-1090), Mugi Fuchang (1210-1269?) o Zhao Mengfu (1254-1322), entre otros, obras de investigación personal de la percepción de la naturaleza y de las posibilidades de sus técnicas de dibujo. Julian Bell en el Espejo del mundo nos recuerda una cita de Mugi Fuchang que alude a esta experiencia:
Solo para expresar la euforia excepcional de mi pecho, eso es todo. Así es como puedo juzgar si se parece a algo o no.
– Mugi Fuchang (1210-1269?)
Sus paisajes y sus frutas dibujadas a partir de los trazos del movimiento de la mano nos lo dejan claro.
En Europa por el contrario, la tradición hierática (término que precisamente se remite etimológicamente al estilo Egipcio y a las representaciones sagradas intensamente estilizadas) domina el desarrollo del arte en esta época: el recorrido que podemos observar va desde los egipcios, pasando por las siluetas de la cerámica griega, hasta llegar a los beatos cristianos. En ese mismo periodo los artistas chinos ya estaban dejándose llevar por los trazos ágiles del pincel de tinta.
Tenemos que esperar a los artistas del Renacimiento italiano y alemán como Leonardo Da Vici (1452-1519) o Alberto Durero (1471-1528) para apreciar el dibujo libre de su destino final, el que investiga privadamente para mayor conocimiento personal la variedad y estructura de lo que nos es dado ver.
John Berger escribe con la sutil experiencia del que ha sido al mismo tiempo dibujante y escritor. No son muchos los que deciden moverse en dos campos tan diversos, quizá, para ser más de otra manera o para no ser solo de una manera. Él mismo nos cuenta los orígenes de su formación en el texto titulado Dibujo en papel:
Dejé ese internado a los dieciséis años. Estábamos en guerra y me fui a Londres. En aquel escenario de escombros dejados por las bombas, de sirenas y de alarmas antiaéreas, solo tenía una idea en la cabeza: quería pintar mujeres desnudas. Todo el día.
Me aceptaron en una escuela de arte –no había mucha competencia, pues casi todos los mayores de dieciocho años habían sido llamados a filas–, y dibujaba todo el día y parte de la noche. En aquella época había en la escuela un profesor excepcional: un pintor mayor, refugiado del fascismo llamado Bernard Menisnky. (…) En la misma hoja de papel (estaba racionado; nos daban dos hojas al día), al lado de mi torpe, impetuoso y simple dibujo, Bernard Meninsky dibujaba con trazo firme una parte del cuerpo de la modelo, de tal manera que me aclaraba su estructura y su movimiento infinitamente sutiles. Cuando se levantaba y se iba, me pasaba los diez minutos siguientes pasando la vista, boquiabierto, del dibujo a la modelo y de esta al dibujo.
Así aprendí a indagar un poco más a fondo con la mirada el misterio de la anatomía y del amor, mientras, fuera, los aviones de la RAF atravesaban el cielo nocturno para interceptar los bombarderos alemanes que se aproximaban a la costa. Una línea completamente vertical, que caía a plomo, unía el hoyuelo que tenía en la barbilla y el tobillo del pie en el que descansaba su cuerpo. [p. 31-32]
De no haber sido así, estaríamos privados de la escritura reveladora sobre el dibujo de Berger, de este escribir desde el interior de la experiencia del dibujar que no solo es un análisis exterior:
Mi tarea ahora consistía en coordinar y medir, pero no medir por pulgadas, como quien mide una onza de pasas, sino medir por el ritmo, el volumen y el desplazamiento: calcular las distancias y los ángulos como un pájaro que volara través de una celosía de ramas; visualizar la planta como un arquitecto; sentir la presión de mis líneas y garabatos en la superficie última del papel, al igual que un marinero siente la tensión de sus velas a fin de ceñir más o menos viento. [p. 11]
¿Cómo sentir mejor este dominio del artista que con la metáfora del pájaro y el marinero? Un dominio que se consigue con la práctica deliberada y continua, con la identificación de conducta y pensamiento con la materia, con las impresiones, con el trazar justo y pertinente, singular y equilibrado:
Vi y reconocí unos hechos anatómicos bastante comunes, pero el caso es que también lo sentí físicamente, como si, en cierto modo, mi sistema nervioso habitara también su cuerpo. [p. 13]
Una persistencia que es posible por el amor a la mirada, al proceso, al resultado. Un proceso que nos lleva a persistir, en el que podemos ganar o perder pero del que siempre aprenderemos:
En todos los dibujos hay un momento en el que sucede esto. Y yo lo denomino “momento crítico”, porque es entonces cuando se decide realmente si el dibujo va a salir bien o mal. A partir de ese instante uno empieza a dibujar conforme a los requisitos, las necesidades del dibujo. Si el dibujo ya es un poco fiel, entonces esos requisitos corresponderán probablemente a lo que uno todavía pueda descubrir buscando de verdad. Si el dibujo no es fiel, dichos requisitos acentuarán la infidelidad. [p. 14]
El dibujo como maestro de lo que no se puede calcular, de lo que funciona no por geometría, por exactitud sino por aproximación sutil e inconsciente, por arte, en definitiva.
Antoine Watteau (1684-1721) fue un pintor francés nacido en el norte de Francia. Después de estudiar como aprendiz desde los 11 años en el taller del pintor decorador Jacques-Albert Guerín, se trasladó a París a los 22 años, donde continúo su aprendizaje. Ingresó en la Academia como agregado pero también perdió una beca para estudiar en Roma. Sobre todo se relacionó con el mundo del teatro, siempre obteniendo éxitos modestos. En el capítulo que le dedica Berger, nos cuenta:
Watteau enfermó joven de tuberculosis y probablemente intuyó su temprana muerte, a la edad treinta y siete años. Posiblemente presintió también que el mundo de la elegancia aristocrática que le pedían que pintara estaba también condenado a desaparecer. (…) El tema de su arte era simplemente el cambio, la fugacidad, la brevedad de cada momento suspendido en el aire como una mariposa. (…) No quiero sugerir que la preocupación de Watteau por la mortalidad fuera constante y consciente, que tuviera un interés morboso por la muerte. En absoluto. Probablemente sus mecenas no percibían este aspecto de su obra. Watteau nunca llegó a tener mucho éxito en vida, pero su técnica –impresionante, por ejemplo, en su retrato de un diplomático persa– fue muy apreciada, al igual que su elegancia y lo que en la época se habría considerado languidez romántica. [p. 25-27]
¿Qué observamos en los dibujos de Watteau? Mujeres y señoritas de su época, con su moda, sus vestidos de abundantes pliegos, el estudio de la mirada femenina, una mujer subiéndose la media, un caballero de la época, una niña de mirada adorable, las caprichosas formas de la caída de la tela sutilmente trazadas, el diplomático persa, una mujer recostada y pensativa en un sillón. Son dibujos que son instantáneas, muchos están compuestos sobre cada página al viejo estilo de los estudios, con múltiples perspectivas de un mismo objeto sin limitarse a mostrar una misma situación con unidad de conjunto. Los dibujos de Watteau muestran esencialmente su mirada y su capacidad de recoger el detalle con su habilidosa mano.
Estos apuntes del natural, como destaca Berger, se muestran como observaciones melancólicas de un observador tímido que se acerca todo lo que puede con sus ojos, su talento y con el respeto del observador cortés:
En otro nivel, la conciencia humana constituye un freno momentáneo al ritmo natural de la vida y de la muerte. Y del mismo modo, lejos de ser algo mórbido, esa conciencia de la mortalidad que tenía Watteau incrementa la nuestra con respecto a la vida. [p. 29]
Toda vida es efímera pero la mirada de Watteau parece acentuar esta sensación. Y su condición enfermiza y el delicado equilibrio de cercanía y lejanía que se da en sus dibujos, la introspección incluso que nos enseña, lo destaca aún más.
Vincent Van Gogh fue una persona que sufrió complejas contradicciones vitales difíciles de comprender sin profundizar en su biografía. La mejor introducción que conocemos de la vida de Vincent es la monumental obra que Steven Naifeh y Gregory White-Smith le dedicaron bajo el pertinente título Van Gogh: La vida. Una narración excepcional y minuciosamente documentada de los deseos y dificultades que Vincent vivió a lo largo de su vida.
El niño que pronto se obsesionó con el ser observador, que ya desde muy joven necesitaba salir a la naturaleza de los campos de su Brabante natal para «renovarse», como él decía, para liberarse de la ansiedad que los otros le causaban y que anhelaba al mismo tiempo una compañía cercana y comprensiva, aunque permisiva de su carácter. El joven que en algunos momentos de su vida quiso vivir junto a los que sufren, los mineros o la prostituta Shien, la única mujer a la que pudo dar su amor antes de volcarse en la batalla de mostrar la dignidad de su modo de ver el mundo y de convertirlo en arte.
Y en contraste con este conocimiento de su vida, quizá más relevante para los que ya lo conocemos, John Berger nos ofrece un maravilloso retrato en miniatura en otro de los textos que incluye Sobre el dibujo:
No se me ocurre otro pintor europeo cuya obra exprese un respecto tan franco por las cosas cotidianas, sin por ello elevarlas en alguna medida, sin referirse a su salvación mediante un ideal de lo que encarnan o a lo que sirven. (…) [Vincent], en cuanto abandonó su primera vocación de predicador, abandonó toda ideología. Se volvió estrictamente existencial, se quedó ideológicamente desnudo. La silla es una silla, no un trono. Las botas están gastadas de andar. Los girasoles son plantas, no constelaciones. El cartero reparte cartas. Los lirios morirán. Y de esta desnudez suya, que para sus contemporáneos era ingenuidad o locura, procedía su capacidad de amar, súbitamente y en cualquier momento, lo que veía delante de él. Agarraba entonces el lápiz o el pincel y se esforzaba por hacer realidad, por colmar ese amor. Un amante pintor que viene a afirmar la tosquedad de una ternura cotidiana con la que todos soñamos en nuestros mejores momentos y que reconocemos instantáneamente cuando la vemos enmarcada. [p. 18]
¡Exacto! Cómo decirlo mejor en tan pocas palabras. Para huir de sí mismo Vincent amaba súbitamente, sin ideologías, aquello dónde se posaba su mirada. Se volcó en captar la sencilla y superadora realidad de lo que veía, para huir de sí mismo, para mantenerse centrado en algo mayor que sí mismo. Se convirtió en su visión: su silla, sus girasoles, su cuarto en Arlés, los olivos de Montmajour…
Tuvo que vivir toda su corta vida apostando con el riesgo a perderse. La apuesta es visible en todos los autorretratos. Se mira como a un desconocido, o como a algo con lo que acaba de tropezarse. Sus retratos de otras personas son más personales, su enfoque más cercano. Cuando las cosas iban demasiado lejos y se perdía completamente, las consecuencias, como nos lo recuerda su leyenda, eran catastróficas. Y esto es evidente en las pinturas y en los dibujos que hacía en esos momentos. La fusión se transformaba en una fisión. Todo borraba todo lo demás.
Cuando ganaba la apuesta –lo que sucedía casi siempre–, la ausencia de contornos de su identidad le permitía ser extraordinariamente abierto, lo hacía completamente permeable a aquello que estaba mirando. ¿O me equivoco? Tal vez la ausencia de contornos le permitía darse, abandonarse y entrar e impregnar al otro. Posiblemente, se daban los dos procesos, una vez más, como en el amor. [p. 21-22]
Cuanto más huyó más pintó, hasta desfallecer y por fin descansar. El propio Vincent nos lo dijo con solemnidad lúcida:
Puse todo el corazón y el alma en mi trabajo pero al final he perdido la razón.
A pesar de su sufrimiento, que no se vio compensando ni con un pequeño éxito en vida, que se complicó con la relación de dependencia y deuda que sentía hacia su hermano Theo, siempre nos quedará su obra y sus cartas como reflejo de su sensibilidad.
En el arte visual siempre hay distancia, siempre hay perspectiva aunque no necesariamente geométrica. La sincronía de la imagen necesita de distancia para mirar desde fuera, para apreciar las relaciones dadas. Si no estamos situados a la distancia justa añade Berger, no habrá suficiente cercanía o quedaremos atrapados por nuestro objeto:
Los perros del viejo (Tiziano), uno de esos grandes cuadros de brillos coloreados del Rothko tardío, un dibujo de Hokusai de una pareja follando, todos ellos se acercan del mismo modo a su objetivo. Todos se acercan lo máximo que uno puede acercarse.
En teoría, la cosa podría estar más cerca (la distancia es todavía considerable), pero en ese caso no habría, no podría haber, imagen, porque a menos distancia que esa uno ya no puede separarse, ya no puede resistirse al colosal tirón gravitatorio del “modelo”, sea cual sea: un cachorro, una luz extraordinaria, el acto de follar. Cuando uno se acerca tanto que toca continuamente el modelo, no puede haber arte. Y cuando te alejas mucho, lo que se hace carece de energía y no pasa de ser un mero objeto ritual, porque no se ha tocado en absoluto. [p. 43]
Es la misma distancia del Watteau que observa y dibuja con comedimiento y complicidad, la distancia del dibujante chino que contempla el bosque desde la pagoda, la distancia que John Berger mantenía cuando trataba de encontrar en las relaciones del desnudo en el Londres de la guerra. Acaso solo Vincent pudo soportar una distancia aún más cercana, una cercanía que se le reprochó en varias ocasiones como nos recuerda Javier Arnaldo en su prólogo a la edición de Las cartas (Editorial Akal, 2007):
Anton Mauve, en cuyo taller de La Haya recibió Van Gogh las primeras lecciones prácticas de pintura, le reprochaba que se sentaba demasiado cerca de sus modelos. ¿El celo excesivo de un principiante? Más bien se trataba del signo de una incorregible urgencia de proximidad física, y tal vez también emocional, como les pasa a todos los aprendices aplicados. Siete años después de aquellas primeras lecciones, en el otoño de 1888, Gauguin realizó en Arlés el famoso retrato ‘Van Gogh pintando girasoles’, donde vemos al pintor trabajando más cerca de los girasoles que del propio lienzo [p. 9]
Más piezas del mismo puzzle. La fuerza que se esconde tras unos zapatos que se muestran como unos zapatos, una silla que es una silla, lirios y girasoles.
La aparición de la fotografía entre los que la vivieron en el siglo XIX, especialmente entre los que estaban cerca de la pintura y del arte, resulta hoy inconmensurable para nosotros. Sin duda muchos vieron en este desarrollo tecnológico algo que de ningún modo podía acercarse a la expresividad de la pintura y del dibujo hasta ese momento conocidos. A pesar de la diferencia, el misterio del tiempo y la existencia que muestra la fotografía tuvo que impresionar entonces como impresiona hoy día y esto fue, además de por su facilidad y rapidez, también la clave de su éxito.
Cuando pensamos en la relación entre el dibujo y la fotografía tenemos que acordarnos necesariamente de Henri Cartier-Bresson, el fotógrafo que ponía la cabeza y el corazón en el instante decisivo. En su compilación de textos sobre el arte que finalmente fue su destino para la historia titulado Fotografiar del naturalescribió:
«Fotografiar y dibujar» –puesta en paralelo–. La fotografía es, para mí, el impulso espontáneo de una atención visual ‘perpetua’, que atrapa el instante y su eternidad. El dibujo, por su grafología, elabora lo que nuestra conciencia ha atrapado de ese instante. La fotografía es una acción inmediata; el dibujo una meditación.
27-4-92
– Henri Cartier-Bresson, Fotografía del natural, p. 35, Editorial Gustavo Gili, 2011
Dibujo y fotografía, diferenciados pero no separados, cabeza bifronte de una doble realidad, la de observar y captar, sentir y recorrer los trazos y relaciones de la imagen. Cartier-Bresson entiende ambas disciplinas como emparentadas (no por casualidad a lo largo de su vida se dedicó primero a la pintura, después a la fotografía para terminar regresando al dibujo al final de su vida) y Berger es más proclive al dibujo sobre el que escribe:
El fósil es el resultado del azar. La imagen fotografiada ha sido escogida para su conservación. La imagen dibujada contiene la experiencia de mirar. Una foto es la prueba del encuentro entre un suceso y un fotógrafo. Un dibujo cuestiona sin prisa la apariencia de un suceso y, al hacerlo, nos recuerda que las apariencias son siempre una construcción con una historia. (Nuestra aspiración a la objetividad solo puede derivarse de admitir la subjetividad). Utilizamos las fotografías llevándolas con nosotros, en nuestras vidas, nuestros razonamientos, nuestros recuerdos; somos nosotros quienes las movemos. Por el contrario, un dibujo o una pintura nos obligan a detenernos y a meternos en su tiempo. Una fotografía es estática porque ha detenido el tiempo. Un dibujo o una pintura son estáticos porque abarcan el tiempo. [p. 55-56]
Berger encuentra más sutileza y profundidad en el dibujo pero ambos, dibujo y fotografía, son dos modos distintos de ver que se preocupan por lo mismo:
Dibujar es implicar a lo que no estará cuando el dibujo sea contemplado más tarde. El dibujo trata de una compañía que, allende o fuera del dibujo, enseguida se hará invisible o terminará por hacerse invisible. Por eso los dibujos, aunque incluyen, o tratan de incluir, una presencia, se ocupan de la ausencia. Pero ¿dónde está lo que está ausente? ¿Muy lejos y perdido en la distancia, o aquí, pero invisible (aparte de en el dibujo)? Yo creo en la segunda posibilidad. [p. 106]
¿No es esto al fin y al cabo lo mismo que evoca la fotografía?
Decíamos al comienzo: dibujar despierta la nostalgia, de ahí su relación con el recordar, es anamnesis de los ensayos pasados, de las búsquedas y aproximaciones pretéritas del dibujante sobre el mundo que le es dado y sobre las potencialidades que le rodean, con el dibujo somos más conscientes de nuestro camino de aprendizaje porque depende más de nosotros. Sobre esto Berger no puede ser más claro:
La actividad más profunda de todas es la de dibujar. Y la que más te exige. Es cuando dibujo cuando me lamento de las semanas, los años, quizás, que he desaprovechado. Si, como en los cuentos de hadas, pudiera concederle un don al futuro pintor, este sería el de una vida lo bastante larga para llegar a dominar la técnica del dibujo. (…) Casi todos los artistas pueden dibujar cuando descubren algo. Pero dibujar a fin de descubrir, ese es un proceso divino; es encontrar el efecto y la causa. (…) Todos los grandes dibujos se hacen de memoria. Por eso lleva tanto tiempo aprender. (…) El modelo te recuerda unas experiencias que solo puedes formular, y por consiguiente, recordar dibujando. (…) Una página en blanco de un cuaderno de dibujo es una página vacía. Hagamos una marca en ella, y los bordes de la página dejarán de ser simplemente el lugar por el que se cortó el papel; se habrá convertido en los límites de un microcosmos. [p. 87]
Ciertamente todos deberíamos dibujar para entender mejor la estructura de lo que vemos, para aprender a aproximarnos por arte y no por cálculo o palabras. Y también diríamos que, en este presente en el que la fotografía ya se ha convertido en una actividad vulgar para la gran mayoría, todos deberíamos dibujar para aprender a fotografiar. Nos ayudaría a ser más conscientes del tiempo, de la presencia y de la posibilidad de progresar. Dibujar y fotografiar para meditar sobre las apariencias, para apreciarlas, para entenderlas, para poner marcas de nuestra visión y paso por el tiempo.
Fuente de la información:
https://clavedelibros.com/sobre-el-dibujo-john-berger/
Fuente de la imagen:
https://clavedelibros.com/sobre-el-dibujo-john-berger/
Deja un comentario