La moda de opinar sobre educación sin pisar un aula

Publicado: 17 agosto 2025 a las 4:00 pm

Categorías: Artículos

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Por Alfonso Algora

En los últimos años, el ecosistema educativo ha sido invadido por un curioso fenómeno: una especie de fauna itinerante que sobrevive a base de conferencias, talleres y charlas sobre liderazgo educativo, innovación y “marca personal docente”. Sus redes sociales rebosan fotos con micrófono en mano, frases motivacionales en tipografía cursiva y ese brillo en la mirada propio de quien parece haber descubierto la pólvora… aunque, en este caso, la pólvora no detona nada en las aulas.

Muchos de estos gurús de la educación comparten un rasgo inquietante: no han ejercido como docentes en su vida, o lo hicieron tan atrás en el tiempo que en su última clase aún se usaba tiza y borrador de fieltro. Y no me refiero a la ausencia de una charla esporádica ante estudiantes, donde uno llega, suelta cuatro obviedades (“cree en ti mismo”, “aprende a aprender”, “sé tu mejor versión”) y se marcha dejando tras de sí una nube de aplausos y selfies. Hablo de no haber conocido la docencia real: la de cada día, con la lista de asistencia, los exámenes por corregir, la burocracia que no entiende de poesía motivacional y las conversaciones a puerta cerrada con familias preocupadas por sus hijos.

La educación no es un objeto inmutable que se guarda en una vitrina para que el conferenciante de turno lo observe con fascinación y hable sobre él como quien describe un fósil. Es un organismo vivo, que muta cada curso, que se ve afectado por la tecnología, la economía, la política, las tensiones sociales e incluso por fenómenos tan impredecibles como una pandemia o un conflicto internacional. Cada año los alumnos son distintos —y no, no es una metáfora—: cambian sus hábitos, su lenguaje, sus expectativas, su forma de relacionarse con el conocimiento. Y frente a eso, ningún libro de autoayuda ni sesión de fotos en un congreso sustituye la experiencia de estar frente a un grupo de estudiantes un lunes a las ocho de la mañana, intentando explicar por qué algo importa y logrando que lo entiendan, lo sientan y lo apliquen.

Es cierto que la reflexión teórica sobre educación es necesaria. Necesitamos pensamiento estratégico, necesitamos debate sobre políticas públicas, necesitamos visión de futuro. Pero la teoría sin el contacto directo con el aula corre el riesgo de convertirse en un discurso hueco, lleno de eslóganes que suenan bien pero que, puestos a prueba, se derrumban a la primera pregunta incómoda de un estudiante de quince años. Un ejemplo: se habla de “inclusión” como si fuera una receta universal. Sin embargo, quien trabaja en aula sabe que no hay dos alumnos con las mismas necesidades, que lo que funciona en septiembre puede dejar de hacerlo en noviembre, y que a veces la verdadera inclusión se consigue más con un gesto diario que con un plan estratégico de cien páginas.

El problema de esta burbuja de expertos sin aula es que generan una visión distorsionada del oficio docente. Presentan la educación como un escaparate donde basta con proyectar carisma, manejar un puñado de conceptos de moda y vestir con cierto estilo. Y así, la docencia real, con su mezcla de exigencia, improvisación, técnica y humanidad, queda reducida a un decorado de fondo para sus discursos. Pero la educación no se vive en auditorios con focos, sino en aulas con fluorescentes a medio encender, con alumnos que llegan sin desayunar, con madres que no pueden asistir a tutorías porque trabajan a doble turno, con directivos que exigen resultados y con un sistema que siempre está a medio reformar.

También está el detalle, nada menor, de la burocracia: esas montañas de informes, actas y planificaciones que tanto se critican pero que hay que saber gestionar si uno quiere sobrevivir en la trinchera. Quien no ha lidiado con esto puede hablar de “visión transformadora” sin mancharse las manos; quien sí lo ha hecho sabe que a veces la verdadera transformación empieza con algo tan prosaico como reorganizar un horario o mediar entre dos docentes enfrentados por un grupo de alumnos.

No quiero que se me malinterprete: no estoy en contra de las conferencias, ni de los congresos, ni de la construcción de una marca personal. El problema aparece cuando eso se convierte en el único vínculo con la educación. Es fácil hablar de liderazgo educativo cuando el líder no tiene que enfrentarse a la evaluación trimestral de 120 estudiantes. Es fácil hablar de innovación cuando uno no tiene que ajustar sus ideas a un presupuesto ridículo o a un currículo que no siempre acompaña. Es fácil hablar de cambio cuando uno no tiene que vivir las resistencias al cambio.

Mientras tanto, los verdaderos docentes —esos que no siempre tienen tiempo para hacerse una foto con luz natural y fondo neutro— siguen entrando a sus aulas cada día. Conocen los nombres y apellidos de sus alumnos, sus talentos y sus miedos. Ajustan su enseñanza sobre la marcha, porque saben que la educación, por más planificada que esté, siempre reserva un margen para lo imprevisto. Ellos no siempre están en el escenario principal de los congresos, pero sostienen, con su trabajo cotidiano, todo el edificio educativo que otros describen desde lejos.

Yo también tengo mi marca personal. También doy charlas y conferencias, y me encanta compartir lo que he aprendido. Pero hay una diferencia: desde hace más de veinte años, todas las semanas de mi vida las he dedicado, también, a estar frente a mis estudiantes. He dado clases mientras era rector, he impartido sesiones tras regresar de viajes agotadores, he corregido trabajos entre reuniones de dirección. Y lo he hecho porque sé que mi credibilidad como formador, como directivo y como conferencista no nace de un buen PowerPoint ni de un “branding” bien gestionado, sino de mirar a los ojos a mis alumnos, escucharles, y vivir la realidad que otros solo describen desde la distancia.

En educación, como en la vida, las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra. Y en un mundo saturado de discursos inspiradores, no olvidemos que la autoridad moral para hablar de la docencia se gana en el aula… y se renueva, año tras año, delante de los estudiantes.

Alfonso Algora, director de posgrado de Universidad Indoamericana de Ecuador y consultor internacional de educación

Fuente: https://exitoeducativo.net/la-moda-de-opinar-sobre-educacion-sin-pisar-un-aula/